EL
SENTIMIENTO DE RELIGIOSIDAD
Jorge Liberati
“Mis
conocimientos, comparados con los del teólogo, son reducidos. No estoy lo
suficientemente informado acerca de las orientaciones contemporáneas. Temo ver
las cosas desde afuera, como un viajero en un país extranjero.”
(Jaspers, p. 155)
EL
SENTIMIENTO DE RELIGIOSIDAD SIN RELIGIÓN
El estudio de la condición humana requiere el análisis
de un sentimiento muy particular. Es un sentimiento vicisitudinario y azaroso
de religiosidad, religación o relación con lo trascendente. No exactamente el sentimiento
religioso o de la fe religiosa de las religiones, aunque ambos pueden coincidir.
Es la aspiración desnuda y sin objeto definido de alcanzar algo más allá de lo humanamente
posible y que se incuba en cada persona de diversas maneras desde el laberinto emocional
–ético, estético, axiológico– de la más honda intimidad.
Es un sentimiento
que se expande sobre los demás sentimientos, emociones y pasiones, gustos y
preferencias en un sin fin de avances y retrocesos, giros, tropezones, caídas y
levantamientos que amojonan la historia personal. Este sentimiento
vicisitudinario de religiosidad fue desde muy temprano encauzado de acuerdo a
normas sistémicas espirituales como las de las religiones orgánicas. Al
estudiar los antecedentes más antiguos de las religiones, la literatura
especializada aclara que “No se trata de precisar la génesis de un valor
religioso, sino de descubrir las intuiciones más antiguas y, por tanto, más
puras de ese valor.” (Eliade, 1981, 277)
Habría lugar para
la siguiente hipótesis: este sentimiento se habría menoscabado en su naturalidad
inicial, invitando a la persona a aceptar formas de organizarlo consentidamente
y a asimilar tales formas en torno a un culto. Recogido en su disposición original,
muy tempranamente fue inducido a sistematizarse de acuerdo a una serie de
determinaciones milenarias, orales y escritas, que desembocaron en una importante
institucionalización, en su diseminación y afiliación.
El propósito pudo
consistir en la satisfacción de ese sentimiento mediante ideas trascendentes, la
fe, y la alianza con un Dios poderoso y omnipotente que ha encarnado en un
enviado del cielo portador de un mensaje de paz y una inusitada concepción del amor
hasta entonces desconocida. Se habría querido orientar a la persona con
creencias y prácticas, con supuestos a los cuales se les habría conferido una condición
esencial: lo sagrado. Se atendió así la inquietud fundamental del
ser humano buscando orientar sus sentimientos en determinado sentido y de
acuerdo a ciertos valores, ideas y costumbres, preferencias y deseos de signo sagrado.
Pero ¿qué es lo sagrado? ¿Es el vínculo inmediato con el principio de la
creación, con la fuente espiritual y material de todo?
Intervino el
propósito histórico de enjugar la gran culpa, quizá la culpa de existir, en un
mar de idealidad venerada y trascendente. La culpa de ser como se es, de cargar
con el peso de sobrevivir a partir de condiciones precarias; la culpa por hacer
lo que hacen los individuos humanos para vivir, para seguir. Culpa
también de ser conscientes de la inevitable inconsciencia, algo que sólo un
espíritu externo y superior puede compensar y conciliar de acuerdo a una racionalidad
que oscila entre la comprensión y el entendimiento, entre las atribuciones del
sentido común y la ciencia. Culpables por ser conscientes del crimen diario, el
de hacer lo que hacen los humanos para vivir. La culpa que se debe expiar
mediante una adhesión o fe depositada en lo externo, superior, celestial, divino,
Dios infinito y eterno.
LA
RELIGIÓN Y LA EDUCACIÓN EN LOS SENTIMIENTOS
Se ha enseñado al hombre a pensar, por qué y
para qué conocer, y se ha enseñado al hombre a sentir. Y sentir influye más en
la persona que pensar, y también en el hacer cuando el hacer es inmediato y
práctico. “Siento, luego soy” seria la fórmula de Condillac en la que “siento”
sustituye a “pienso” (Silva García, 13). “La facultad de sentir es la primera
de las facultades del alma” (Condillac, 31). Mientras la educación forma y pone
al tanto de lo que se es, de dónde se está, de lo que es posible o imposible en
la vida –y cuyo conocimiento a su vez sobreviene de la experiencia histórica–, la
religión pide una renuncia a la autonomía espiritual: pide que el espíritu se
deje invadir.
La religión supone,
y en general con sobrada razón, que el hombre está lleno de supersticiones,
mitos, magias y hábitos inconducentes e inútiles. Le ha hecho saber que lo
sagrado no es él ni la naturaleza, que lo sagrado no está donde creía. Este es
el primer desengaño humano, la primera frustración (después vendrá Copérnico,
Darwin, Freud y se sumarán otras). Le ha comunicado que él no está en el origen,
y que por tanto no es del caso que invoque deidades cualesquiera ni que se equipare
a ellas, que las encuentre en los animales o en los fenómenos de la naturaleza:
que hay una fuerza superior. La religión le dice al hombre que lo primero no es
él, y que la dádiva de la caza y de los frutos de valles y prados no se obtiene
mediante rituales esotéricos, ofrendas expiatorias y sacrificios de animales y
humanos.
Las religiones
pusieron las cosas exactamente al revés de como estaban. La gran inquietud no es
la que surge por la expectativa de vida, por querer protegerla y prolongarla propiciando
la magia, dominando las fuerzas de la naturaleza por la magia con el fin de
lograr el pan, el abrigo, la seguridad. Antes es preciso admitir la condición
de criaturas, de ser hijos de lo sagrado. El hombre no depende sólo de sí
mismo, de su sola voluntad de sobrevivir. También depende de una voluntad que
está más allá de él. Depende de lo sagrado inicial, pero lo inicial no es él. La
vida sólo es posible como conquista día a día, hora a hora, esfuerzo a
esfuerzo, porque es a lo que la criatura está consignada según se supone
después de comprobar su desolación, su soledad cósmica.
De preguntar si
antes es la vida o es Dios, puede surgir la incertidumbre, la duda, lo que no
se aviene con la sacralidad de lo que está más allá de lo humano. La gran
aspiración, el sentimiento de trascendencia, la gran responsabilidad está entre
los humanos, pero la sacralidad está afuera. Puede debatirse el antes y el
después, pero el antes y el después son conceptos que se corresponden con la
escala de este mundo. Hay otra escala. El sentimiento de religiosidad lleva en
sí la sugerencia de que, aun sabiéndose conocedor de una parte, quizá el hombre
pueda abarcar el todo. Lo sagrado abarca el todo sin ningún quizá, en una
dimensión a escala de Dios.
El espíritu ha intuido
que debe existir un más allá. Ha descubierto cuál es el definitivo objeto del conocimiento,
no el de las cosas sino el conocimiento de lo que las genera. Ha vuelto
consciente la máxima aspiración entre todas las que alienta, cuyo objeto sobrepasa
a la razón. Aspira a abrazar ese objeto superior y a encontrar en él la máxima satisfacción
de sus aspiraciones apremiantes. Ha arrojado una flecha hacia lo desconocido
con el fin de dar con el destino final, no el de la muerte sino el de su
superación. La religión le ha mostrado ese blanco y demostrado que está en un Cristo
redentor y salvador.
INVASIÓN
DE LOS SENTIMIENTOS
Se ha invadido el corazón, se lo ha colmado
con una clase de sentimientos laterales. Porque en verdad, en su razón última,
estaba vacío o apenas contenida la sola inquietud, aislada, sin saber cómo expresarse;
el sólo sentir y la solitaria inclinación hacia lo que no es él, aquello que
seguramente está en algún lugar, afuera, y arriba, porque abajo sólo hay tierra
y roca, sólo mundo de la duración y de la dureza. Arriba está el cielo infinito
y desconocido, en el que cabe mejor la esperanza, abajo hay sólo sombras y
entre ellas destellos infernales.
Se ha mostrado el
abajo desde arriba: “Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba” (Juan, 8, 23). Pero
el humano quiere ser algo más de lo que es, y de ese querer surge su
sentimiento afanoso, agitado, que parece golpear el aire y batirse contra un
adversario invisible. Por lo que se trata de un sentimiento vicisitudinario, peleador,
impulsivo, a veces triunfador y palpitante, a veces derrotado y exánime. Le es fácil
encontrar un camino ya trazado por el cual emprender su marcha azarosa, librarse
de su desolación y desorientación. La historia institucionalizada de ese
sentimiento arrollador compone el grueso de la narración veterotestamentaria. Y
en ella hay mucho para mostrar, historia buena e historia mala, prosperidad y
miseria, períodos de guerra y períodos de paz.
El hecho de creer o
no creer, de orientar la creencia hacia abajo o hacia arriba, es semejante a
querer llenar el espíritu con algo: algo sólido o algo líquido. La fe en Dios
es sólida y la fe en el hombre es líquida. Porque sólo lo que es frágil quiere y
puede asumir la fe sólida, por la razón del artillero, y lo que es firme y
resistente quiere y puede moverse sobre una base líquida, por la ley del más
fuerte. La fe en Dios, la que, como afirma el teólogo, “configura una
concepción del mundo, una convicción general, teórica, de que Dios existe,
nació de la práctica misional, donde se trataba de predicar frente al
politeísmo la creencia en el Dios único” (Bultmann, 133).
Pero no es importante
decidir si se cree o no se cree en Dios, si el sentimiento de religiosidad esconde
esa creencia o no la esconde –si es un sentimiento o creencia “en el aire”. Es absurdo
creer tanto como descreer y, en este contexto, lo absurdo juega
un papel exclusivo en cualquiera de las dos posibilidades. Pues se puede creer
por el absurdo con tanta legitimidad como descreer por el absurdo. Se atribuye
a Tertuliano, que vivió en el siglo II, el supuesto según el cual, precisamente,
por tratarse de un absurdo es por lo que se puede creer. Equivale a la
proposición “a menos que creas, no entenderás” (Isaías, VII, 9).
Creer es aquello a lo que se apela cuando ya no vale “ver para creer”, cuando
no hay lugar a la razón ni a la percepción y sólo se puede pensar por fuera de ellas.
Incluso, cuando ya no es posible pensar: “Así, Señor, no sólo eres algo mayor a
lo que no podemos pensar, sino que eres algo mayor que lo que podemos pensar. Y
dado que somos capaces de pensar que existe algo así, si tú no eres eso mismo,
podríamos pensar algo mayor que tú, lo cual es imposible.” (Anselmo, 34) Por
tratarse de algo acerca de lo que para la razón y la percepción queda afuera,
es por lo que el absurdo puede volver posible el creer, tanto como, de la misma
manera, descreer al considerar absurda la creencia.
CREER
PARA ENTENDER
A San Agustín pertenece esta famosa reflexión:
“creemos para conocer, no conocemos para creer” (Agustín, XL, 9), y esta otra:
“se cree bien, precisamente porque no se capta con rapidez; porque, si se
captase con rapidez no sería preciso creerlo, porque se vería” (XXXVI, 7). Se
encuentra en San Anselmo otra reflexión al respecto: “No busco tampoco entender
para creer, sino que creo para entender” (Anselmo, I, 10). Lo que explica la
diferencia entre la fe a secas y la fe en Dios. Para Jesús la fe funciona de
manera confesional y vicisitudinaria: “Para él la fe es lo que da fuerza para
obrar en determinados momentos de la vida de acuerdo a la convicción de que
Dios es todopoderoso [...] De manera, pues, que únicamente el que es obediente
puede ser creyente en el sentido de Jesús; con lo que también queda excluido
todo frívolo abuso de la creencia en Dios” (Bultmann, 134).
Aquí vuelve a
aparecer lo que es inaceptable para la razón y lo que la fe vuelve aceptable,
de parecida manera a como el absurdo se vuelve un principio para la razón y
para la fe, atribuyéndose una y otra al absurdo como medio demostrativo. No se
alcanza a saber si antes no se cree o, al revés, sólo mediante el saber es
posible creer. Lo que resulta absurdo para la razón es lo que resulta racional para
el absurdo. En esta inconmensurable inversión se fundamentan las razones de
creyentes e incrédulos. Han reducido la demostración que, en definitiva, es la
demostración de la imposibilidad de su contrario.
Y en esto se da una
deformación del verbo creer. Se supone que creer equivale a creer en
Dios, y esto va de acuerdo con la gramática del caso. Porque no se puede creer
si no hay algo en qué creer; creer solo no va de acuerdo con la gramática. Que
alguien crea quiere decir que cree en algo, aunque se trate de creer que no hay
nada allá arriba. Como tener conciencia, como amar o como odiar, se necesita
que estos verbos se acompañen del nombre de lo que predican: tener conciencia
de un daño, amar al prójimo, odiar al enemigo, etcétera. Los creyentes se han
adueñado del verbo creer, y los no creyentes han renunciado a su uso, con lo
que han modificado su gramática: creer, pues, es creer en Dios.
EL
VERBO “CREER”
No se puede hablar al respecto sino mediante
el lenguaje, y el lenguaje ofrece ese verbo insondable, a veces vuelto nombre con
un valor positivo y otras veces vuelto nombre con un valor negativo. Sea el creyente
o sea el incrédulo se trata de las dos actitudes de quienes creen en
algo. Si ambos creen en algo quedaría demostrado que el sentimiento de
religiosidad incumbe tanto a uno como a otro; que es universal e independiente de
los órganos, instituciones y doctrinas de las religiones.
Se confirmaría como
un sentimiento como los demás sentimientos, todos importantes, como éste,
importantes porque median inevitablemente en el pensamiento, en la moral, en
las conductas, en la elecciones y preferencias, en las ideologías y tendencias
de toda clase, en lo estético, en los valores, en las inclinaciones personales,
en la subjetividad profunda.
Luego corresponde dirimir la diferencia entre
Dios y todo lo demás, entre creer a secas y creer con predicado, el creer del
creyente y el del no creyente. Uno a secas, sin nada más, sin el agregado de
los complementos, y otro con agregados y complementos diferentes. Decimos
“creyentes” y ya sabemos a quiénes nos referimos, esto es, a quienes depositan
su fe en Dios. Pero ahora sabemos que están los que creen o poseen una fe que
se diferencia de la fe en Dios, pero que, por tratarse de la fe, es semejante a
la fe en Dios. Esta otra fe sin Dios, fe a la manera de cada uno, es la fe en
un Dios que ha surgido desde las profundidades de la experiencia personal, de
cada vicisitud personal y entrañable, de cada historia, aunque pueda llamarse nada
y se diga “no creo en nada”.
Dilatando un poco la
conclusión, estirándola hasta donde se pueda, diríase que eso es Dios para los
no creyentes o al menos para algunos no creyentes. Pero, a todas luces, es lo
primero para ellos, y que, por ser lo primero es lo superior, lo que carece de mundanidad,
futilidad y vanidad, algo sin duda “más arriba”. El no creer responde al
mismo sentimiento, al de sentirlo como lo que está por encima del creer
sencillo y sin predicado. No hay otra posibilidad para el sentimiento de
religiosidad.
Pero ¿cuál es la
diferencia? La hipótesis también sugiere que no hay diferencia, si se permite su
conclusión inesperada y si se desea revelar su secreto con sinceridad y denuedo.
Porque la diferencia es, justamente, absurda, es decir, una diferencia que se
establece en base a absurdos, un absurdo sagrado, único, que lo puede
todo. El poder todo aparece en la creencia como puede, de la manera como
aparece diversamente en cada uno. Y en todos los casos se trata de un
sentimiento, no de una noción institucionalizada por una doctrina, por un partido,
por una tradición, por una ideología o por una religión.
Se puede arriesgar
otra consideración acerca del verbo creer, y es también del orden
gramatical. Todos los verbos son en sí oraciones oblicuas que en la mayoría de
los casos contienen oculta la articulación sujeto-predicado. La palabra “creo”,
por ejemplo, contiene al sujeto “yo”, primera persona del singular del verbo
“creer”, y la raíz “creer” en la que se contiene el significado del verbo. Por
lo que “creo” oculta la estructura “yo creo”, articulándose en esa voz
conjugada el significado “creer” y la partícula que representa a quien se
atribuye el creer, “yo”.
CREER
LLEVA MÁS ALLÁ DE LO QUE EXISTE
En el fondo y en general todos creen en sí
mismos en tanto saltan sobre sus límites buscando proyectarse más allá de
ellos y liberando la creencia. Creen cuando la fuerza de sus ideales empieza a
desfallecer y exaltan la voluntad hasta que adquiere el rango de lo sublime.
Todos se desarrollan espiritualmente y se expanden en un espacio unidimensional,
total, completo, infinito y eterno. Porque, precisamente, les agobia chocar con
los propios límites, especialmente cuando enfrentan la adversidad. Ese espacio
debe existir.
Surge un trastorno notable,
y es el de la duda. ¿Existe ese espacio o no existe? Lo que no depende de la
fuerza humana, ¿se mueve en algún espacio y en algún tiempo? La necesidad de
responder la pregunta acerca de si Dios existe o no existe (Pascal, § 418, 128)
es la inevitable demarcación que pone a todos en alguna de las dos orillas de
la creencia. Y, paradójicamente, la excelsa y noble iniciativa de unos y otros por
la que el espíritu se propone encomendarse a lo que va más allá de toda
materialidad, de toda sustancia, de toda existencia, se dirime entre los
términos de una existencia más, quizá sin que se advierta.
Aquello a lo que se
adjudica lo que no se posee, la fuerza de la creación y su justificación última,
su origen, el porqué y el para qué de la existencia, el quid de la vida,
la suerte que le depara en el mundo, el destino, la razón de ser, ¿acaso es
algo que la mayor de las inquietudes concibe como se conciben los seres
terrenales y las cosas, la naturaleza y la cultura? ¿Necesita existencia esa superioridad
imponderable que anida en el espíritu y que en definitiva lo acompaña,
reconforta y guía? ¿O se habla del Espíritu Santo? ¿De otra clase de existencia?
¿De una muy otra especie de ontología o teo-ontología?
Se advierte que la
proposición Dios existe es una entelequia y que, como tal, es mejor
dejarla como son las entelequias, es decir, como las definió Aristóteles, fines
en sí mismos. La existencia de Dios es una creencia ensimismada, intocable,
fundada en la tradición, una mónada extraordinaria, históricamente
supratemporal. Pero ¿acaso Dios no es un propósito completo que se abre y
brinda su caricia al espíritu, en su totalidad, en su completud, en su
infinitud y en su eternidad? Pues sólo lo incognoscible consuela al hombre, lo
que no tiene límites y cuyo don comunicativo es del todo misterioso. Lo que no
tiene límites es lo que concuerda con lo que por definición los tiene, el hombre;
una parte a medio hacer de la naturaleza, un corte, una frontera. Límites sólo
tiene la existencia, Dios no los tiene.
De lo que se
desprende que no tiene necesidad de existir como existen las cosas y los seres
vivos: es más que existir, más que ser. La idea de un Dios existente¸
“de que Dios existe, nació de la práctica misional, donde se trataba de predicar
frente al politeísmo la creencia en el Dios único. Los gentiles son tenidos
como los que no ‛conocen’ a Dios (Gálatas, 4, 8; Tesalonicenses, 4, 6)” (Bultmann,
133). Por tanto, creer es, más bien, creer en lo que no es creíble por carecer
de lo que necesita la creencia para afirmarse.
RESISTIR
Y PEDIR AYUDA
Creer, pues, es querer, un único y
especial querer entre todos los quereres que caracterizan las pulsiones de los
humanos en tanto criaturas. Decir “criatura” ya pone sobre la pista de ese
querer, de aquello a lo que se dirige el querer supremo en tanto se trata de
individuos espiritualmente criados por el sublime fin en sí mismo.
Y se abandona a la voluntad trascendente como se abandona a los designios de la
naturaleza, porque es una criatura biológica y no tiene otra alternativa que
abandonarse a ella. El hombre es un fin en sí mismo: una entelequia.
El hombre no encuentra
en lo biológico, con toda la enjundia de su sustancia, lo que encuentra en lo sublime,
en lo que está más allá del limen y en el mismísimo umbral que le es vedado
traspasar. Allí está el principio de los principios, es decir, lo sagrado. No
espera nada de su biología más allá de lo que ella dispone en tanto naturaleza,
pero espera mucho de lo sublime. Lo sublime no está determinado sino respecto
al destino del mundo, a lo cósmico; pero no en cuanto a la suerte de las
criaturas, que puede modificarse y transformarse.
El cultivo, el cuidado,
el mejoramiento del querer necesita asistencia, pues siempre necesita mejorar.
Es de la persona y, en tanto persona, o sea, en tanto límite, es un querer a
medias, un apetecer mayor a su a no se protege sola ni se encarrila sola. Su
querer tiene que ser intervenido por otro querer más poderoso: el sentimiento
siempre quiere más. El sujeto no llega a ser persona sin que su voluntad deje
de obrar sobre él, de intentar encaminarlo, aplicarlo de la mejor manera en
actividades y objetos concretos. Pero, como el saber, el querer requiere asistencia,
necesita ayuda siempre. Lo sublime brinda esa ayuda, como la educación brinda
la ayuda en cuanto al saber.
Mientras la
educación trabaja sobre la persona desde abajo, en el propósito de ayudarla en su
configuración y crecimiento, la religión trabaja sobre la persona desde arriba,
en el propósito de levantar el cuerpo y desprenderlo de sus raíces. Una obra
sobre las fuerzas de la persona, otra sobre sus flaquezas; una sobre lo que aparentemente
puede y otra sobre lo que aparentemente no puede. Pero ambas estimulan lo mismo.
De todos modos, ni la educación ni la religión brindan lo que sólo la persona
puede alcanzar con su empeño, de modo que sólo ayudan (una ayuda
especial que no se obtiene como es el caso de ayudar una persona a otra).
¿Cuál es, entonces,
la diferencia que convierte en opuestos a estas dos grandes dimensiones que
procuran asistir a la persona? Creer es querer y es también solicitar ayuda. Si
la religión ayuda imprimiendo sus designios en la voluntad humana, en los que
radica toda la verdad y el poder del universo, la educación ayuda mostrando la
realidad del mundo, en la que radica la verdad y el poder del hombre. Y guardan
una sola y definitiva relación en común: ambas muestran. Una muestra el mundo
posible, otra el mundo tal cual es. No para que se elija uno sino para juntarlos.
LO
SAGRADO OPERA SOBRE LA VOLUNTAD
Lo sagrado es lo que está antes en el tiempo y
que por ser primero se instituye como fundamento de todo lo que sigue, sea la
Creación, sea Dios, sea lo santo. Y es también lo que conviene a la vida
y a las cosas relacionadas con la vida, la supervivencia y el goce de una vida plena.
Pero tampoco es el conjunto de las cosas y hechos que sirve a la vida sino sólo
lo que está en su origen generatriz. ¿Cómo responde la vida ante lo
adverso, el desamparo, las carencias, el peligro, en fin, el hambre? Pues,
apela a todo lo que le es conveniente para contrarrestar lo adverso, cuidar lo sagrado
o consagrado, es decir, la fuente “merecedora de excepcional respeto” (María
Moliner, Diccionario de uso del español).
La conveniencia es
lo que busca la vida en todas sus manifestaciones, lo que le conviene para
vivir. No importa el símbolo con que se representa sino qué se deriva de lo que
el símbolo representa. Tampoco importa bajo cuáles condiciones, circunstancias,
magia, cultos, ritos, hierofanías o teofanías (Ferrer, Carta abierta; Eliade, 1981,
35) se presenta lo sagrado. Lo que importa es aquello que está tras el símbolo.
Quizá por esta
condición de lo sagrado la educación y la religión orientan la voluntad en un
sentido retrospectivo, dirigido al origen, sea desde fuera o desde dentro de lo
humano, en ineluctable búsqueda del sentido de los sentidos. De ese sentido originario
depende el porvenir de la persona, y es preciso que ella dé con él. Es
perentorio que cale en el origen y que lo estimule, que lo sacuda y desarrolle.
Si la persona no concilia su conciencia con lo sagrado, si no lo advierte en lo
que representa, lo sagrado se desvanece (porque no existe por sí).
Cuando la religión y la educación son
auténticas influyen en el interior humano buscando desatarlo, liberarlo y desenrollarlo.
Algunas de sus direcciones enseñan o muestran, dirigen la atención hacia algo
concreto, conducen hacia idoneidades, especializaciones y habilidades específicas.
Pero sus designios principales son generales, no buscan especialistas
lateralizados sino personas, no buscan fieles serviles sino seres humanos. Ambas
conocen que en ese interior también existen debilidades, fuerzas a medio
desarrollar, impedimentos. Pero saben que en todos los casos y en la
subjetividad profunda sobrevive el sentimiento de religiosidad o sentimiento de
expansión o trascendencia. Es ese sentimiento al que se dirige la religión,
mientras la educación lo concibe como vocación, como anhelo de superación, de inspiración
que trasciende la satisfacción de las necesidades primarias.
A partir del
sentimiento vicisitudinario de religiosidad, que parece ser común a todos, sólo
se puede concebir lo propio del hombre, es decir, la condición humana. La
humanidad traza su autorretrato a lápiz y, sin coloridos ni ornamentos, dibuja
la esencia de su ser. De lo que se concluye que no existen creyentes y no
creyentes sino sólo clasificaciones hechas desde fuera de la interioridad subjetiva
y generadas por móviles externos a la espiritualidad y a los deseos y
aspiraciones auténticas. Porque no hay dos caminos sino diversas formas de
recorrer el único que se presenta a la vista.
Si
se es consciente de que el sentimiento de religiosidad anima al hombre sin
discriminaciones de ningún tipo, como le anima el resto de los sentimientos, se
podrá entender qué le inquieta, por qué anhela encontrar en un dominio ajeno y más
alto las respuestas que no le llegan de su entorno inmediato. Se sabrá el porqué
de abrazar una religión, por qué se sublima la aspiración más allá del logos,
o se sabrá por qué no convence ese abrazo. Por qué, en el caso del
descreimiento, la espiritualidad igualmente tiende hacia afuera, se afana en colmarse
con una dádiva fuera del alcance de sus manos inconsistentes. Y por qué cuesta tanto
llamar fe a ese sentimiento cuando no se vincula ni se quiere que se vincule a religión
alguna.
CREER,
ESTADO DE CONFIANZA Y LIBERTAD
Creer implica alcanzar un estado de confianza,
crédito y convicción, es decir, un estado que conviene a la vida. La fe y la
creencia significan para todos o para muchos alcanzar lo que inspira confianza.
Se puede tener confianza en cualquier cosa, dar crédito a cualquier cosa, valorar
como creíble cualquier cosa que logre salvar las limitaciones de una razón
aceptable, razonable, consensuada. Sin embargo, en cualquiera de los casos de
que se trate, el hombre busca una conveniencia que garantice su seguridad más
íntima, la fuente primera de sus convicciones.
Hemos
de hablar de conveniencia también en el sentido de lo que llega a colmar
de alguna manera el sentimiento de religiosidad. Lo que apunta a la
exclusividad del ser, a su impugnabilidad, preservación, resorte de
supervivencia, a las garantías respecto al futuro: es el principio de conveniencia.
La angustia ante el abanico de alternativas de vida, el desafío de elegir al
menos una, el temor a errar en la elección, en fin, la molestia de sentirse a
medio hacer; nada de eso conviene al hombre. Necesita lo que le conviene, y
todo lo que busca es lo que le conviene. Esta palabra tiene connotaciones
significativas además de las del uso común.
Es un convenir muy
amplio, más del que está en juego cuando esta palabra remite a intereses comunes,
beneficios o ventajas de la vida corriente. El creer deshilvana la conveniencia
en tranquilidad, liberación y esperanza. Permite que el tejido inconsútil de
los sentimientos se descosa y rasgue de modo que cada fragmento vuele por el cielo
interior, que es ancho y resplandeciente como el de afuera. Consiste en procurar
la liberación, la emancipación respecto a la ignorancia, el equilibrio entre
las obligaciones y los derechos en el plano de la convivencia humana con sus
habituales desentendimientos.
La libertad del
hombre no es sólo un tema para la racionalidad; es un tema que también embarga
la teología de Juan Luis Segundo. El conocimiento de Dios como objeto
fundamental de la fe encuentra su correlación perfecta en asumir la fe como
camino para alcanzar el conocimiento del mundo. Para que esta paradoja cíclica
pueda aceptarse como una verdad teológico-filosófica no se necesita más que despojarse
de los dogmatismos. Segundo encuentra la confirmación de esta posibilidad
espiritual en Jesús, pero en un Jesús diferente al de las interpretaciones
convencionales: “Si se llegó, frente a un hombre determinado, limitado, ambiguo
como todo lo que corre una suerte histórica, a ver en él a Dios o una
revelación divina, fue porque ese hombre interesó, porque fue humanamente
significativo. Y si hoy se reproduce lo primero, será porque también se habrá
reproducido lo segundo.” (Segundo, 1982, II/1, 32).
No
es creíble un hombre que carezca de alguna inquietud, que no sufra por algún
desasosiego, por alguna angustia. Y es difícil que no se encuentre en alguien o
en algo el consuelo para todos los males. La significación última de Jesús se genera
porque no hay nadie a quien la existencia, con su exclusiva circunstancia de
vida, no le presente un obstáculo serio y grave, y que, en la búsqueda de la
paz del alma no concluya en que por sí mismo no la encontrará. Por lo que no
hay nadie que se salve de saltar interiormente de espacio en espacio y que a
fuerza de dar saltos no amplíe sus entornos y en cada ampliación cree otros nuevos.
Al “saltar” cada ser
humano determina el alto y el largo de su salto, y de allí su relación con el
objeto de sus aspiraciones. De esta sencilla relación surgen las más famosas e
históricas cristologías: “Jesús predica antes de la resurrección de la carne
una resurrección del espíritu (o de la ‛mente’, que es la palabra empleada por
Agustín)”. Y esto “¿No es acaso recobrar vida (espiritual), pasar de injusto a
justo de impío a piadoso, de tonto a sabio?” (Ib., 33)
Se trata de lo que
todo ser humano necesita en algún momento de la vida, esto es, resurrección: recuperación,
transformación, superación; el mayor símbolo para una concepción inmortalizada
en la resurrección de Cristo. “Cuando decimos, pues, que tenemos ‛fe’ en el
contenido (‛dogmático’) del Antiguo Testamento –y en todo él–, queremos decir
que ponemos nuestra confianza absoluta en que, siguiendo el camino allí marcado
y jalonado por cosas imperfectas y transitorias, como ocurre en toda educación,
hallaremos siempre frente a nosotros una verdad siempre mayor y una más honda
riqueza de sentido para nuestra existencia humana.” (Segundo, 1989, 136)
CREER
SE ATIENE AL CAMBIO Y NO AL TIEMPO
Al ser consciente del estado en que está, la
conciencia funciona como un motor que se pone en marcha y que pasa de la
inactividad a la actividad, sin relacionar necesariamente el cambio que implica
el paso dado. La conciencia ingenua relaciona lo aparente, el antes y el después,
pero no el cambio: relaciona el tiempo (la temporalidad de lo terrenal).
Al dar el paso que siempre se quiere dar mete todo en una bolsa sin fondo, el
tiempo. Y lo que se ha hecho al dar el paso se siente como propio de lo que ya ha
pasado y por tanto como pérdida. Pero creer no es propiamente esperar, remitirse
a que pase el tiempo para que aparezca lo que se busca al dar el salto, lo que
se espera al escapar del estado en que se está.
Eso no sería fe en tanto
la fe es una virtual realización del sentimiento de religiosidad. Sería no dar
ese paso fundamental o dar un salto en el vacío. Entonces, se produce la
angustia e incluso el dolor. Pero nada ha pasado que no permanezca de algún
modo, que no esté aquí, sólo que ha cambiado, que se ha modificado, transfigurado.
Hay pues que contemplarlo tal como es ahora, luego de su metamorfosis, de dar
el paso, y con ojos que ven más allá de la fantasía del tiempo. Mirar más allá
no es acomodar la vista a los objetos del mundo, verlos como aparecen,
concretos y efímeros. Porque por sólidos que parezcan, enseguida se apartan de
la percepción. Es verlos para siempre, pues el querer y el creer los ha
transformado para estar presentes eternamente.
El querer
suele engañar, relacionar lo que se quiere con algo concreto; es una particularidad
haragana de la conciencia el proyectar su aspiración sobre lo más fácil. El
querer busca con denuedo un objeto y a veces violentamente; quiere algo inmediato,
rápido, de manera lo menos solemne que se pueda. Entonces la conciencia
responde a otra clase de sentimientos, si se trata de sentimientos. Responde al
orden de necesidades como las primarias, como alimentarse o resguardarse del
peligro. Eso es querer simple, no es el querer de la creencia, de la fe, sea profana
o religiosa.
El paso que da el
hombre en tal caso es como cualquier acontecimiento de la naturaleza, como la
caída de una piedra o el rumor de las hojas en el viento. Afuera no hay
personas sino cosas y seres vivos. Y no hay pasos dados ni estados conscientes sino
ser indiferenciado, acontecimientos que para producirse sólo requieren causalidad
o transformaciones de la energía. El hombre es también naturaleza,
transformación de la energía, termodinámica y hasta física cuántica. Si se deja
realizar sólo en el mundo de la física al cual pertenece, deja de ser hombre,
humanidad consciente para confundirse con el resto de la naturaleza. De origen
no está preparado para ser cosa y está obligado a ser algo más.
Tampoco hay
historia, y la frase “somos historia” surge de la relación con el cambio. Desde
afuera no se siente que pueda haber historia, sino sólo ser. Lo histórico es
una ideación, un recurso, otra entelequia. Ya se ha dicho: “El ser histórico no
es ni el que dura y acumula experiencias ni el que recuerda: la historia
implica la toma de conciencia mediante la cual el pasado se reconoce como tal,
en el momento en que la conciencia le restituye una especie de presencia. Por
tal causa hemos buscado el origen del conocimiento histórico, no en la memoria,
no en el tiempo vivido, sino en la reflexión, que hace a cada uno
espectador de sí mismo, en la observación, la que asume la experiencia del
prójimo como objeto.” (Aron, T. I, 112)
Respecto a la
persona y a lo que se podría denominar ser histórico personal, en lugar
de “reflexión” habríamos preferido “fulguración”. Pues el fragmento citado y tan
oportuno en tanto se hable de la humanidad, en el caso del individuo es
atribuible a un centelleo que aviva todo el ser histórico, no sólo el del
momento. El origen del conocimiento histórico personal estaría en la fulguración.
“Konrad Lorenz introdujo este término en la biología. Con él se designa el
hecho de que dos (o más) sistemas (independientes entre sí) se enlazan en una
nueva unidad que manifiesta propiedades cualitativamente distintas a las de sus
elementos” (Riedl, 234). Aquello que se consolida vez por vez, se transforma en
vida, sin que se ate al tiempo. No habría pues una historia tras la
existencia presente y sólo se trataría de lo que ha cambiado y está ante los
ojos. Sólo que los ojos que pueden ver esa historia son los ojos del alma, no
los de la visión.
HAY VECES
CONSTITUTIVAS
El ser humano, pues, es todas las veces que ha
sido, pero contenidas en una sola vez, aquella en la que se reconoce o conoce a
sí mismo. De la misma manera, la historia no es la suma de todos los hechos del
hombre sino el conocimiento o reconocimiento de cada una de las veces vividas
en que ha superado el problema. Esa es su historia verdadera y no el tiempo
acumulado. El hombre es a partir de sólo algunas veces en que ha estado
construyéndose, especialmente en aquellas veces en que de la vicisitud ha conseguido
lo conveniente o evitado lo inconveniente.
La historia del
ser, que sólo es reflexión o, en nuestra concepción, fulguración,
es el lugar y el tiempo en que vive todo el ser, el que es llamado “aquí y
ahora”, presente, pasado y un aquí que puede significar lo que sea y de
acuerdo al contexto. No hay partes idas, partes no idas y partes aún no venidas,
sino una sola realidad indivisible. Y el tiempo es demasiado inconsistente para
que pueda separar en el hombre, como un cuchillo, lo que puede separar en una
planta, las hojas del tallo o el tallo de la raíz.
En este sentido el
hombre actual es igual al hombre primitivo, que confería “al tiempo una
dirección cíclica”, lo que “anula su irreversibilidad”. Así “Todo recomienza
por su principio a cada instante. El pasado no es sino la prefiguración del
futuro [...] hasta puede decirse que nada nuevo se produce en el mundo, pues
todo no es más que la repetición de los mismos arquetipos primordiales [...] y
mantiene al mundo en el mismo instante auroral de los comienzos” (Eliade, 1985,
84).
A
eso se reduce la impotencia que impide descubrir todo lo que se es, lo que se
ha sido y lo que son y han sido todas las personas. Y si es el resultado de
muchos cambios, si es el caso de que se sea viejo, probablemente se aparezca la
imagen de otra persona ocupando el lugar de la propia, en la juventud o en la madurez,
no la del presente. Porque hay muchos cambios, pero, en sustancia, sólo algunos,
por las características de la circunstancia, han modificado la totalidad que se
cree ser. Esos cambios no se recuerdan con claridad y parecen ocurridos a otra
persona.
Algunas de las veces
han producido integraciones, capacidades, sabidurías, desconfianzas, habilidades
que constituyen el grueso de la inteligencia. Y el ser inteligente que se forja
en la experiencia de vida es el que representa al hombre en cada presente
temporal, no la suma de cada una de las veces sino lo que algunas construyeron
a partir de experiencias y vivencias definitivas. El verdadero ser en cuanto
ser humano es su inteligencia, no sólo en el sentido intelectual de la palabra
sino en el sentido integral, el del intelecto y el de los sentimientos.
Ahora bien, Dios colma
el sentimiento de religiosidad, pues remitir la inteligencia a un más allá del ser,
diferente del aquí y ahora, es religiosidad pura y lo es tanto como puede ser
una racionalidad ampliada ilimitadamente. Y no es extraño considerarla más digna,
por ser más bella. Por lo que Dios representa la máxima aspiración de la
inteligencia, tal como la imaginamos en su esplendor. Como lo es en su dimensión
celestial, aunque desde todo punto de vista sea indiscernible e indescifrable.
Que
remitamos la inteligencia a un más allá supraterrenal, el querer que se eleve
por encima de los límites que desde siempre reconocemos en ella, no es una
exclusividad de las religiones modernas. Por el contrario, es la dinámica espiritual
a raíz de la cual ellas aparecieron, elaboraron sus doctrinas y se diseminaran entre
los humanos. Que surgiera la intuición de una esfera más elevada cuyo símbolo cardinal
se encontrara en el cielo, no pudo responder a otra cosa que a la modalidad
intrínseca de la inteligencia. Derivó luego en unas constelaciones de creencias
que, si bien difieren entre sí, apelan al sentimiento de religiosidad, sin el
cual no existirían.
Esta
reflexión obtiene su recíproca en esta otra: que se haya concebido la
naturaleza humana de acuerdo a su máximo símbolo es la inteligencia, no pudo
responder a otra cosa que no sea la voluntad de Dios. Deriva también en la
incredulidad, que ronda el sentimiento de religiosidad. En el anverso y el
reverso la reflexión es fulguración y la fulguración reflexión; ambas buscan
las alturas.
“El cielo se revela tal como es en la realidad:
infinito y trascendente. La bóveda celeste es por excelencia ‛lo otro’, frente
a lo poco que el hombre y su espacio vital representan. Diríamos que el
simbolismo de su trascendencia se deduce de la simple consideración de su
altura infinita. ‛El altísimo’ se convierte, con toda naturalidad, en un
atributo de la divinidad. Las regiones superiores inaccesibles al hombre, las
zonas siderales, adquieren los prestigios divinos de lo trascendente, de la
realidad absoluta, de la perennidad.” (Eliade, 1981, 62)
Se
habla de Dios en un sentido diferente, específico e institucionalizado, a la
corta o a larga envuelto en el sentimiento de religiosidad, pero ya
caracterizado como algo más que un sentimiento. Es preciso diferenciar esta
dinámica espiritual, especificarla, apreciar su enraizamiento en lo innato, su universalidad
e inevitabilidad que, por cierto, pudo haber facilitado en el sentir el advenimiento
de la idea de Dios. Esta idea vino a satisfacer todos los afanes, todas las inclinaciones
que trascienden el espacio y el tiempo: “Dios es el Dios del futuro a la vez
que del presente [...] En este punto se advierte la influencia de nociones
dualistas foráneas, señaladamente de Persia. Todo el curso del tiempo es
dividido en dos eras: la presente (pasado y presente) y la futura, en la que
estará manifestada la gloria de Dios” (Bultmann, 101).
LO
DIFERENTE Y LO MISMO EN LOS SENTIMIENTOS
Existe una constante en la historia de los
sentimientos que puede detectarse en las épocas más antiguas y en las actuales.
Se trate de la prehistoria, de la historia, de los tiempos modernos o de los contemporáneos,
se comprueba que los sentimientos cambian, pero no mueren ni nacen. Se
transforman, pero sus posibles descripciones, sean de la época que sea, mantienen
una figura básica que es igual a la de ahora. Pueden tener lugar nuevas formas
de manifestarse, pueden desaparecer otras e, igualmente, es frecuente que se
originen nuevos estímulos, descubrirse o crearse nuevos incentivos que los produzcan,
nuevas fuentes que los despierten, pero en esencia, en lo que representan para
el espíritu, son los mismos: alegría, tristeza, amor, odio, culpa, enojo, miedo,
envidia, gratitud, etcétera, etcétera.
El
sentimiento de religiosidad, como tal, no se exonera de esta constante, y
tampoco los sentimientos definidos como religiosos, primitivos, politeístas o
monoteístas. La expresión de estos sentimientos queda impresa en sus símbolos,
los cuales siempre derivan de un antecedente histórico: “ninguno de los dioses
celestes de los pueblos primitivos es ‛puro’, es decir, ninguno representa una
forma originaria. Sus ‛formas’ se han ido modificando sea por influencias
externas, sea pura y simplemente por haber vivido dentro de una tradición
humana [...] la vida religiosa, así como las creaciones a que ha dado lugar,
están dominadas por lo que podríamos llamar ‛la tendencia al arquetipo’ [...]
todas ellas tienden, a despecho de su ‛historia’ anterior, a recobrar la ‛forma’
originaria, a volver al arquetipo” (Eliade, 1981, 81).
La
historia de los sentimientos es la historia de una realidad que difiere
bastante de la historia de los hechos, de la historia de las ideas y aun de la
historia de los descubrimientos, demostraciones e innovaciones –que no dejan de
ser hechos. Asimismo, difiere de la historia de las grandes creaciones del
pensamiento y el arte, historia que se asimila a la de las ideas. De la
historia de los hechos difiere porque los hechos a veces presentan
características inusitadas, desconocidas hasta el momento en que suceden, como
por ejemplo la extinción de los dinosaurios. Y de la historia de las ideas
difiere porque las ideas pueden presentarse bajo aspectos innovadores,
originales o inesperados, no pensados anteriormente. Es el caso de la idea de un
Dios único y todopoderoso que, fuese revelado o no, se vuelve consciente como
idea en la mente de los hombres.
Pero
los sentimientos siempre son los mismos, aunque cambien sus formas de
manifestarse y sean otras las motivaciones que los producen. Son los hechos y
las ideas, y lo que acarrean en la vida de cada persona y en la convivencia, los
que se sujetan a cambios; los sentimientos no cambian, aunque pueden producir
cambios. Por lo que es el modo en que se manifiesta el sentimiento lo
que está en juego y no el sentimiento propiamente dicho, que es el mismo de
siempre, de alegría o de tristeza, etcétera.
Por ejemplo, un
sentimiento de regocijo o un sentimiento de frustración al comprobarse el
triunfo o la derrota en un acontecimiento deportivo, o la aprobación o desaprobación
en un examen académico; o el sentimiento de angustia debido a una tragedia o el
de felicidad a raíz de una buena noticia. Se trate de la angustia en la
fortaleza de Masada, asediada por los romanos, o de la angustia en la playa de
Dunkerque asediada por los nazis, la angustia es la misma. A motivaciones y modalidades
diferentes corresponde el mismo sentimiento.
De todos modos,
pueden considerarse nuevos algunos sentimientos semejantes a los
conocidos, como el sentimiento de religiosidad, pero nuevos sólo en el caso en
que se empiece a hablar de ellos, no porque lo fueran. Otras manifestaciones o
“sentires” relacionados con la moral o los valores podrían iniciar un debate
acerca de si son sentimientos en el sentido estricto, caso en que resultaría
una novedad en el plano teórico –y si hay un “sentido estricto” para ellos.
LA
TRAMA DE LOS SENTIMIENTOS
La misma pluralidad de los sentimientos, la amplia
constelación que abarca todas las afectividades, rechazos, simpatías,
deferencias e indiferencias, inclinaciones (aficiones y desapegos, manifestaciones
en conductas activas y pasivas, candorosas o violentas), esconde una estructura
común a la cual se sujetan todos los tipos. Se define en una trama jerárquica reconocible
y constante, semejante a la de las manifestaciones religiosas.
La constelación de
los sentimientos se rige por uno de ellos, el más importante y el que ilumina a
todos los demás, como si fuera el centro o al menos el punto en que tiene lugar
el origen de la trama, y es el amor. La palabra es de uso
corriente y por eso designa en primer término el amor entre personas (eros,
amor filial, amor al prójimo) y de acuerdo a la clase de lazo que las vincula,
lo que origina una serie de significados únicos. Pero el sentimiento del cual
hablamos es más amplio y abarca el sentir y la actitud de la persona cuando se
abre en forma consciente y confiada a las potestades positivas del hombre y de
lo que está o puede estar más allá del hombre.
La alegría, por
ejemplo, puede ser una forma del amor, en el sentido positivo más amplio que el
de la alegría común y corriente. Y la tristeza un sentimiento negativo, del
orden opuesto al amor (indiferencia, rechazo, odio) pero aún más vasto que el
de la tristeza común y corriente. Puede tratarse de un sentimiento subyacente a
todos los demás, que los sustenta y les presta un servicio vital en su función
positiva o en su función opuesta.
El amor, que juega
un papel tan importante en la escala de los sentimientos humanos, tiene su correlato
en Dios como sentimiento trascendente. Y si Dios representa la expresión máxima
entre los sentimientos religiosos, el amor representa la expresión máxima de los
sentimientos comunes o naturales. Como relacionamiento, encontramos en la Biblia
la expresión “Dios es Amor” (I Juan, 4:8), y el amor como “exteriorización de
la fe” (cf. Browning, 36).
Se diría que el
amor, entendido en el sentido aquí expuesto, es el rey de los sentimientos, y
que no ha cambiado desde el principio de los principios sino sólo en cuanto a los
modos de manifestarse. Porque se ha mantenido igual, en cuanto a la
subjetividad profunda, sin exonerar los sentimientos salvajes del hombre
primitivo. “Porque, a pesar de todo cuanto se haga y se diga, nuestras
semejanzas con el salvaje son todavía mucho más numerosas que nuestras
diferencias y lo que tenemos de común con él y conservamos deliberadamente como
verdadero y útil, lo adeudamos a nuestros antepasados salvajes, que lentamente
adquirieron por experiencia y nos transmitieron por herencia esas ideas, al
parecer fundamentales, que nosotros propendemos a considerar como originales e intuitivas.”
(Frazer, 312)
EL amor, por
último, puede gobernar los sentimientos de maneras diversas y a veces
confundiéndose con manifestaciones marginales, aunque no ajenas al hilado que caracteriza
la trama a la que pertenecen. Es el caso de la simpatía, el afecto, el cariño, la
amistad entrañable, la fidelidad, el deseo de protección y otros sentimientos
por el estilo.
DOS
ESPECIES DE SENTIMIENTOS
No es necesario explicar la gran diferencia que
distingue el conocer del sentir, la diferencia entre la función de la
inteligencia racional y la función de la inteligencia emocional. Sin embargo,
existen sentimientos que participan en la actividad de la inteligencia como si
fueran modos de conocimiento, como si funcionaran en la órbita de la
inteligencia racional.
Por lo que es
preciso distinguir entre dos especies de sentimientos, las dos de una
importancia crucial para la inteligencia, aunque no se disponga de un nombre
para cada especie que sea capaz de caracterizarlas: “no hay un nombre
equivalente que, en el círculo de la vida emotiva del hombre, distinga en forma
inequívoca el sentimiento en cuanto función del espíritu, del
sentimiento como estado del alma. Por eso es menester al tratar de
definir su concepto advertir cuándo nos referimos al sentimiento como fenómeno
y cuándo lo hacemos como función” (Porras Rengel, T. I, 301).
El ejemplo que
acompaña esta distinción es el siguiente: un sentimiento de angustia alude sin
duda a un estado del alma, mientras que por el sentimiento se puede llegar a
conocer verdaderamente a una persona. En un caso hay configuración pasiva del
sentimiento, y en otra configuración activa y de conocimiento. Asimismo, a
través de los sentimientos también es posible “percibir valores” (ib.,
302). Existe, pues, una modalidad del sentimiento que cobra un valor epistemológico
y que algunos entienden como forma legítima del conocimiento.
La distinción
permite apreciar la riqueza y la diversidad de los sentimientos, y de paso advertir
la dualidad de algunos sentimientos como el de religiosidad. Pues es obvio que se
incuba a partir de un estado del alma para enseguida proyectarse hacia las
alturas espirituales en términos de una consustanciación con la divinidad.
Porque sólo las alturas, los montes, las ciudades asentadas en colinas son los
lugares elegidos por la religiosidad por tratarse de la cercanía respecto al
cielo infinito, sede de los dioses y de los cuales se espera respuesta a los
anhelos explicitados por los rituales y los sacrificios (Eliade, 117 ss.) o,
bajo el régimen monoteísta, la oración.
Es clara la afinidad
y la clase de complementación entre el sentimiento de religiosidad y el sentimiento de trascendencia. Este
último es a la vez un sentimiento fenómeno y un sentimiento función
y, por lo demás, se cumple en todas las personas, vivan bajo el régimen
político que fuera, tocados por una religión o no, se consideren creyentes o
ateos, y desde los tiempos más perdidos de la antigüedad prehistórica.
El sentimiento que
inspira la trascendencia en el hombre es, como el de religiosidad, una
presencia omnímoda en las personas de todas las épocas, sea aquella en la que
predomina una subjetividad profunda o sea la que tiende a objetivar sus ambiciones
en objetos o entidades concretas (idealistas o materialistas). Según algunos procede
de la voluntad de Dios; y basta al hombre el hacer conciencia de la estrechez
de sus posibilidades, de sus grandes límites en el pensar y en el hacer, para
que se despierte en él la añoranza de una mayor potencialidad y el deseo de
rebasar esos límites.
Esta tendencia, que
parece innata y que sobrepasa las condiciones étnicas, epocales, las diferentes
realidades materiales de vida, y que se desarrolla en todos y más allá de los
posibles niveles de inteligencia y educación, compone la naturaleza de la
humanidad. Se ha dicho: “La humanidad es la reunión de dos naturalezas, el Dios
hecho hombre, es decir, el espíritu infinito que se ha enajenado él mismo hasta
la naturaleza finita, y el espíritu finito que se acuerda de su infinitud.”
(Renán, 128)
EL SENTIMIENTO
Y SU HISTORIA
La “fe antropológica”, concepto debido al
teólogo Juan Luis Segundo, es la fe que se puede asimilar al sentimiento de
religiosidad. “La fe (en su sentido más amplio y laico) constituye una componente
indispensable –una dimensión– de toda existencia humana. Dicho en otras
palabras: una dimensión antropológica. Podíamos decir que, contrariamente a lo
que se podría suponer, cada hombre necesita testigos referenciales para
articular el mundo de los valores y que el criterio que le hace aceptar o rechazar
dichos testigos (y sus testimonios sobre las satisfacciones posibles) sólo
puede llamarse fe. No nos interesa aquí el matiz religioso de la palabra
sino, como dijimos, el referirnos a un determinado tipo de conocimiento (y a
sus criterios): el que no se basa en una experiencia directa (o comprobable
científicamente), sino en testigos proporcionados por la sociedad.” (Segundo, 1982,
I, 39)
El
sentimiento que corresponde a la fe, pues, tiene su participación, de alguna
manera, en la consolidación del conocimiento. Es una fuerza que lo sustenta, no
que lo complementa ni que actúe por encima de él. Es propio de su naturaleza,
como la racionalidad, como la intuición, como la memorización. No se piensa
independientemente del sentir ni se siente independientemente del pensar, pues ambas
actividades se producen juntas. Tiene que aplicarse una introspección cuidadosa
para comprobarlo; no hay otra demostración posible. Pues, si bien hay formas de
comprobar la actividad neurológica, no es posible distinguir en ella el
pensamiento del sentimiento.
¿Qué
se piensa cuando se siente? ¿Ocurren las dos actividades o una anula a la otra?
Se ha escrito abundantemente acerca de la fe y de los sentimientos religiosos,
así como del pensamiento y de la razón, pero poco acerca de sus mutuas
relaciones en el momento en que parecen converger en el tiempo. Y es seguro que
se ha escrito poco debido a lo difícil que resulta detectar por separado cómo
ocurren las cosas. Por lo pronto, al pensar sabemos qué sentimientos nos
gobiernan por debajo o, al menos, qué clase de sentimientos nos animan. Pero al
sentir, al embargarnos en un sentimiento, el pensamiento racional nos abandona
con facilidad.
Ahora
bien, eso que parece inconveniente, el que nos desentendamos de la
racionalidad, del más importante control con que cuenta la conciencia, no es
del todo perjudicial. En la dinámica espiritual se produce una liberación, una
apertura hacia lo desconocido, sea lo desconocido en el campo interno o en el externo.
Logramos lo que mediante el entendimiento escaparía de sus más profundas
significaciones, de sus múltiples sugerencias y, especialmente, de lo que nos
trasmite la experiencia, lo que hemos vivido y que actúa como una síntesis de
todas las experiencias y sensaciones y con la carga de todos los impactos de
nuestra historia personal. Porque no hay sentimiento que se active sin que se
asocie enseguida una proyección afín desde el pasado, la experiencia de vida imborrable
que, como la llama tras la chispa, se enciende hasta sin darnos cuenta.
Sobre
todo, es lo que ha quedado en los márgenes de la razón lo que vuelve a fulgir, los
misterios, impresiones a medio comprender, imágenes atesoradas en el
inconsciente, estados de ánimo grabados sin que se sepa por qué. Por lo que se
advierte que el sentimiento no es una idea ni un razonamiento, una
representación que la mente dibuja y revela a la conciencia, sino una fulguración
carente de figura, una silueta imprecisa o mancha borrosamente delimitada. En
ese chispazo se contiene lo esencial de la historia, no toda la carrera
temporal. Se contiene lo necesario para ser, en cuanto a la comparecencia ante
el mundo y en cuanto a la construcción de la persona.
SENTIMIENTO,
MITO Y MÍSTICA
El sentimiento tiene generalmente el valor aproximado
a un mito forjado en la intimidad de la historia personal. Envuelve la esencia histórica
del recorrido total al remontar el pasado hasta sus orígenes. Esto significa
que busca siempre lo sagrado, lo que está en la génesis del sentimiento, para
lo cual recorre una distancia subjetiva en un tiempo o duración que no siempre o
nunca coincide con el tiempo cronológico. Lo sagrado constituye el grueso, el
esqueleto del sentimiento. Ese sentimiento no despunta si no se carga antes con
una reminiscencia, con el reflejo de una vivencia cuya repetición ha escapado
del campo de la memoria y se ha convertido en un arco reflejo, en una reacción neurovegetativa.
“Todo
mito, cualquiera que sea su naturaleza, enuncia un acontecimiento ocurrido in
illo tempore [esto es, “en aquel tiempo”, en un tiempo ya lejano], y por
este hecho constituye un precedente ejemplar para todas las acciones y
situaciones venideras que repitan aquel acontecimiento. Todos los rituales,
todas las acciones con sentido que el hombre ejecuta repiten un arquetipo
mítico; ahora bien, ya dijimos que la repetición lleva consigo la abolición del
tiempo profano y la proyección del hombre en un tiempo mágico-religioso que
nada tiene que ver con la duración propiamente dicha y constituye ese ‛eterno
presente’ del tiempo mítico.” (Eliade, 1981, 430)
El
sentimiento no es sino un ritual ejecutado en la esfera íntima de cualquier persona,
una vuelta a lo sagrado, al principio de sus principios. El ritual hace posible
saltar todos los tiempos físicos y establecer un presente atemporal. El
sentimiento de religiosidad, por ejemplo, es el medio por el cual “el hombre es
arrancado del devenir profano y vuelve al gran tiempo” (ib.). Y es el salto
que da cualquier sentimiento, el amor, la esperanza, el miedo, la angustia, esto
es, la regresión al arquetipo, a la fuente en la cual se conjugan bajo
diferentes formas todas las experiencias reunidas en torno a un significado original.
En
los sentimientos estéticos se produce esa regresión bajo una modalidad mística.
“Esta vida interior, superior a la de la razón razonadora, esta revelación ‛de
sí mismo y de Dios en todas las cosas’, que reside en un sentimiento o, mejor
dicho, en una intuición completamente personal e incomunicable; esta última
justificación de la moral, de la metafísica y del arte, todo lo que no es
todavía un objeto de ciencia incontestable: he aquí el fondo común a todo
misticismo, sea sabio o escéptico, religioso o laico, estético o moral, erótico
o ascético. Porque no existen varios misticismos.” (Lalo, 129) El misticismo es
un bloque, y conquista poco a poco todos los repliegues del pensamiento:
“cuando ha ocupado una parte de nuestro espíritu, lo invade por entero. La
potencia de esta hipnosis intelectual es incalculable” (ib.).
MOTIVOS ATEMPORALES
Si fuera posible presentar esta regresión a
lo sagrado en un plano formal, aparecería una especie de sinonimia de términos descriptivos
y de signos relacionados con el núcleo semántico del sentimiento. Una sinonimia
o puente semántico que anularía el tiempo o lo reduciría a un estado temporal
único, sin pasado y sin futuro. Y es lo que se experimenta en la realidad del
sentir: la semiosis identitaria entre significados que ya no pertenecen a la
memoria por haber sido asimilados en el corpus de la inteligencia, Y
también aquellos que la conciencia atribuye a un hecho o a un fenómeno
cualquiera y que embargan la atención.
Ha cambiado la circunstancia,
pero el estado del alma es el mismo. Se da una sinonimia fenomenológica que
consiste en abandonar la relación espaciotemporal entre el sentir y sus
motivaciones, para establecer una nueva y virtual relación con las experiencias
vividas e involucradas con lo ya vivido. Se recrea un estado del alma semejante
al estado descrito para una clase especial de sinonimia lógico-lingüística. Pues
“una palabra puede estar conectada con la realidad, no a través de una simple
operación, sino más bien a través de una red de sutiles interrelaciones que
involucren una buena cantidad de supuestos teóricos” (Hintikka, 74).
Un sentimiento
nunca se origina sin que se conecte con la historia de al menos algunos
antecedentes que quedan impresos en el espíritu y a partir de las experiencias vividas.
No reclama memoria sino interrupción de la barrera temporal, la que se produce espontáneamente.
Si no se rompe esa barrera no hay sentimiento, como ocurre en algunos enfermos
en los que se ha quebrado la posibilidad del auto reconocimiento.
Tampoco reclama un
antecedente causal, un motivo disparador, una fuente generatriz. La diferencia entre
causalidad y conexión atemporal es sencilla: mientras que una es física, la que
se da entre el motivo y la serie o estado mental, la otra es espiritual y no
lineal. Pero hay una diferencia más compleja: mientras que la física es
monotemática, se origina en un hecho o en un fenómeno particular, la espiritual
despierta un abanico de conexiones entre la relación con el objeto y la huella
de todos los objetos temáticamente relacionados en circunstancias distintas.
Si es la tristeza, se
realiza en la impronta de todas las tristezas, si es el miedo, en el mismo miedo
ante las amenazas que acechan a la vida, si es la angustia, en la síntesis de todas
las angustias, si es la frustración, en las mismas horas amargas que más de una
vez han embargado los estados de ánimo. No hay sentimientos sin historia.
Muchos sentimientos
significan un cambio importante en la historia de la persona. Entonces, se
trata del caso que puede ser el origen de esa historia y que puede explicar la intensidad
del sentimiento cada vez que se produce y sea por el motivo que sea. Es así que
en el universo de los sentimientos no hay delimitaciones temáticas como hay en
el universo de las ideas y de los conceptos. Por supuesto, las ideas y los
conceptos suponen múltiples connotaciones y sugieren diversidad de derivaciones
posibles. Pero, para apreciarlas es preciso señalarlas, especificarlas o
mostrarlas.
Los sentimientos,
en cambio, poseen de por sí esas derivaciones y conexiones. Además, no admiten
relacionamientos fortuitos o mezclas como admiten las ideas y los conceptos.
Estos últimos juegan, en variedad de casos, con sus contrarios u opuestos,
mientras que los sentimientos son unipolares; se excluyen entre sí precisamente
porque sus naturalezas son incompatibles. O es la alegría o es la tristeza; las
oposiciones deciden sus significados; juntas disuelven la oposición y
eventualmente se convierten en otro sentimiento. Por ejemplo, un estado placentero
producido por un recuerdo, junto a cierta tristeza no del todo enajenada, pueden
derivar en un sentimiento de nostalgia, que ya no es regocijo ni tristeza
propiamente dichas. No hay, pues, reglas de causalidad entre los sentimientos.
Y, como tampoco tiene lugar el azar, se puede decir que reina entre ellos un principio
de inducción histórica que, más que asociarlos, constituye su misma naturaleza.
LÓGICA
DE LOS SENTIMIENTOS
Otras denominaciones para el mundo de los
sentimientos es la de “estados afectivos”, y su dinámica “lógica extra racional”,
“lógica afectiva” o “lógica de los sentimientos” (Ribot, caps. I y II). Es la
dimensión correspondiente a las emociones, la imaginación y las pasiones, que
difiere de la racional, pero que mantiene con ella una relación recíproca de complementación.
Aun, existe en la consideración de los lógicos un lugar para el “razonamiento
emocional” (ib.).
El
razonamiento afectivo puede ser de dos clases, según sea el punto de partida un
deseo o una creencia. El primero es “una inducción de base
indecisa y de marcha aventurada, movida y guiada por el deseo de descubrir lo
que la lógica racional no puede revelar”. El segundo, “es la forma más
conocida, la única que con el nombre de ‘justificación’ ha sido estudiada por
los raros autores que han tocado nuestro asunto. Tiene por base un postulado –creencia,
opinión, prejuicio–, es decir, un conjunto de ideas más o menos sistemático,
tenido por verdadero o preferible a cualquier otro” (ib., 62).
El
principio de esta lógica de los sentimientos es el “principio de finalidad”:
“El razonamiento racional tiende hacia una conclusión, el razonamiento
emocional hacia un fin; no se dirige a una verdad sino a un resultado práctico,
y siempre está orientado en esa dirección.” (Ib., 65) “Los tratados de retórica
antiguos y modernos son, en mi opinión, ensayos de una lógica de los
sentimientos” (ib., 67). Y “el principio de contradicción que rige la
lógica racional es extraño a la de los sentimientos” (ib., 75). Es
preciso, no obstante, entender finalidad “en un sentido enteramente
empírico, como sinónimo de objeto, con independencia de toda teoría
trascendente acerca de las causas finales, de su papel real o supuesto en la
naturaleza” (ib., nota al pie).
Si
se estudian en profundidad se encontrará que tanto la conclusión como la finalidad
son grados en una escala –que incluye a los opuestos. Escalas en las que el más
o el menos define el estado en que se encuentra alguien o algo. Por
ejemplo, en el razonamiento emocional, la tristeza como grado mínimo de alegría,
el miedo como grado mínimo del coraje, la euforia como grado máximo de alegría;
en el razonamiento racional, el calor como grado de temperatura, la saturación como
porcentaje en un medio líquido, la aceleración en una escala de velocidades.
Pero
¿qué representa la conversión de un estado a otro? ¿Qué es la conversión? Puede
consistir en un cambio paulatino de un grado a otro y también en un cambio
repentino (ib., 99). De un cambio que inutiliza el concepto de “escala”,
pues ya no hay grados en el cambio y sólo hay cambio. No se puede captar por la
reflexión. Queda fuera de la descripción comprensiva, de la explicación que paso
a paso permite entender racionalmente el cambio. La conversión responde a la
creencia pura, sin descripciones ni demostraciones.
“Sin
duda, la tendencia, la conmoción que produce la conversión no nace
espontáneamente sin causas intelectuales, sin idea provocadora; pero la idea no
es más que un instrumento que tan pronto triunfa como fracasa. Se asemeja al
pescador que lanza su cebo al agua sin saber si el pez morderá el anzuelo”. En
la conversión “Hay escisión en dos vidas, pero principalmente –podría decirse–
en el orden de los sentimientos y de la acción. Terminada la crisis,
restablecida la calma, el convertido reniega de su pasado, pero no lo ignora;
nada ha cambiado en su memoria. No ha llegado a ser otro sino en su creencia,
en sus opiniones, en su conducta” (ib., 101-104). En el hombre primitivo
alternan dos lógicas, una afectiva y otra racional: “están tan estrechamente
mezcladas y confundidas, que ni aun se sospecha una separación posible entre
ellas” (ib., 35).
FUNDAMENTOS
LÓGICOS Y NO LÓGICOS
Puede atormentarnos una pena o un problema
filosófico, pero también puede distraernos una nimiedad. “Este hombre nacido
para conocer el universo, para juzgar todas las cosas, para regir todo un
estado, hele ahí ocupado y lleno de preocupación por coger una liebre.” (Ib.,
§ 523, 185) Pasamos de un estado a otro con facilidad, es decir, de una
justificación de nuestro estado a otra justificación sin que mayormente nos
conmueva la gravedad de los asuntos.
Pasamos
de un estado de conveniencia a un estado de indiferencia como si no fuera nada.
Y es frecuente que pasemos de una idea importante a otra insignificante acaso sin
darnos cuenta. Y de una convicción a una duda como se pasa de un lado al otro del
río sin pensar en el río que nos habría impedido la marcha ni en el puente que
nos permitió seguirla. Hay momentos en que el pensar es sólo sentir, y otros en
que el sentir surge del sólo pensar, y entonces es difícil ordenar esos estados
confusos.
Aun más: “Los que
están acostumbrados a juzgar según el sentimiento no comprenden nada de las
cosas de razonamiento. Pues enseguida quieren penetrar de un sólo golpe de
vista, y no están acostumbrados a buscar los principios; y los otros, por el
contrario, que están habituados a razonar por principios, no comprenden nada de
las cosas del sentimiento, y, buscando los principios, no pueden ver con una
sola mirada.” (Ib., § 751, 224)
La
lógica de los sentimientos anuncia otra lógica que asoma por encima de la
lógica del razonamiento. Así como la duda se confronta con la convicción, y
ésta con la conversión, los sentimientos se confrontan con la razón, y ésta con
lo que puede desprenderse de ella, es decir, con lo probable. Hubo en
ciernes una lógica de lo probable ya en el siglo XVII: “Leibniz, demostrando
una vez más su genialidad –aunque suele afirmarse que apenas aportó nada sobre
la materia–, es quien tiene primero la idea de una lógica probabilitaria [...]
La nueva lógica será sin duda más complicada que la antigua, pero también será
mucho más útil, pues se aplicará a la realidad ya las cuestiones prácticas
referidas a realidades (morales, políticas y sociales), y nos permitirá prever
el porvenir como si hubiéramos asistidos a los consejos de dios y sorprendido el
secreto de la creación, o bien dirigir con seguridad nuestra conducta en toda
coyuntura.” (Granell, 327 y 319)
La
lógica intuida por Leibniz está más cerca de la lógica de los sentimientos que
la lógica probabilitaria en cuanto a las “cuestiones prácticas referidas a
realidades”. Sostiene Leibniz que
“todo lo que ha de ocurrir a alguna persona está
ya comprendido virtualmente en su naturaleza o noción, como las propiedades lo
están en la definición del círculo [...] todos nuestros fenómenos, es decir,
todo lo que alguna vez puede ocurrirnos, no son más que consecuencias de
nuestro ser; y como estos fenómenos guardan cierto orden conforme a nuestra
naturaleza o, por decirlo así, al mundo que hay en nosotros, el cual hace que
podamos hacer observaciones útiles para regular nuestra conducta, justificadas
por el resultado de los fenómenos futuros, y que así podamos con frecuencia
juzgar el porvenir por el pasado sin equivocarnos, esto bastaría para decir que
esos fenómenos son verdaderos sin hacernos cuestión de si están fuera de
nosotros y si otros los perciben también” (Leibniz, 70 y 73).
La lógica de
Leibniz encuentra su muy aproximado equivalente en la lógica de los
sentimientos; más que en la lógica probabilitaria de Boole, Venn, Peirce,
Keynes y de quienes vinieron después. Si bien el fundamento de esta lógica es
la incertidumbre, la de los sentimientos según Ribot encuentra el suyo en la finalidad,
algo empírico u “objeto” (ver más arriba). En el caso del sentimiento de
religiosidad el objeto es trascendente, de una finalidad que se intuye más allá
de lo alcanzable en esta tierra. Lo que, salvando algunas de sus propiedades
exclusivas, es propio también de gran parte de los sentimientos estéticos.
Lo
que sólo se intuye sin que se pueda comprobar por ningún medio es el objeto del
sentimiento de religiosidad. Y no vale por el objeto en sí sino por la forma en
que se concibe y se siente. La discusión en torno a si Dios existe o no existe
es un buen ejemplo de esa especial finalidad ampliada, y se trata de
saber si Dios puede entrar en el dominio de lo real y existente o si no puede
entrar; si se remite al plano de las certidumbres o queda marginado en el
rincón en donde se amontonan las preguntas sin respuesta. Aunque esta cuestión
conlleva en sí un debate, sin embargo, encierra una condición ingénita a la
naturaleza de los sentimientos que, en el fondo, vuelve inútil toda discusión.
“El Padre no tiene ser: el Hijo es su ser.” (cit. por Ferrer, 228)
La trascendencia
que representa Dios es universal; se funda en el sentimiento de religiosidad y
puede encausarlo la religión –o no puede. Es llamada como la llama la religión,
como finalidad primera u objeto primordial, o como se pueda llamar fuera de la
religión en tanto finalidad ulterior a lo mundanal u objeto último, dirección o
proyección de la voluntad humana más allá de lo espaciotemporal. Por lo que no
es el sentimiento potestativo de la religión el que invade la religiosidad
natural y la encauza, sino ésta la que sirve de base a la institución del
sentimiento religioso, se trate de religiones teístas o no teístas.
Por tales razones
es esperable (o sea, es lógico) que se encuentre en Cristo la reunión de Dios
con el hombre. Cristo representa la condición divina y la condición humana, y
no es contradictorio el hecho por el cual se admitan los valores cristianos acompañados
o no de la creencia en un Dios creador y soberano. De la misma manera, no es
contradictorio que se atribuya al hombre la posibilidad de conocer a Dios
racionalmente, sin que intervenga revelación alguna, y que dentro de las pautas
del mismo sentimiento se conozca por revelación. Ambas actitudes responden al
influjo del sentimiento de religiosidad, sea que provenga de Dios o del hombre.
Estas
y otras posiciones facultativas de la creencia en una fuerza superior no
podrían prosperar si no contaran con la preparación natural de este sentimiento.
Si bien la religión revelada puede exonerarse de este presupuesto, porque está
en Dios el poder de generar la creencia sin necesidad de una condición anterior,
también puede interpretarse que Dios ha dispuesto desde el principio en el
hombre el sentimiento de religiosidad.
EL
SENTIMIENTO DE LO SAGRADO
Se ha dicho que “lo único que puede afirmarse valederamente
a propósito de lo sagrado se halla contenido en la misma definición del término:
que se opone a lo profano” (Caillois, Prólogo, 7). Y que “el mundo de lo
sagrado, entre otras características, se opone al mundo de lo profano como un
mundo de energías a un mundo de sustancias. De un lado, fuerzas; de otro,
cosas”. Algo fijo, por un lado, y algo que, más allá de su naturaleza, “puede
traer bienes o males según las circunstancias particulares de sus manifestaciones
sucesivas”, es decir, de acuerdo a “la orientación que toma o que se le da”. Lo
sagrado, pues, “siempre que se manifiesta lo hace en un solo sentido, como
manantial de bendiciones o como foco de maldición”. Lo puro y lo impuro funcionan
en lo sagrado como funcionan el bien y el mal en lo profano.
Pero,
en el campo de lo sagrado, lo puro y lo impuro adquieren unos valores precisos,
inveterados e inevitables: la santidad por el lado de la pureza y la maldición por
el lado de la impureza. Ambos valores compiten y se disputan la fatal atracción
de sus polos y de la cual no es posible escapar fácilmente. Toda fuerza que
encarna lo sagrado “tiende a disociarse: su ambigüedad primera se resuelve en
elementos antagónicos y complementarios con los cuales relacionamos
respectivamente los sentimientos de respeto y de aversión, de deseo y de temor”.
Lo sagrado produce “un estremecimiento de miedo y un impulso de amor”, como
sostiene San Agustín que le provoca lo divino, “un elemento terrible y un
elemento cautivador” (29 a 34).
“Sin
embargo –sigue Caillois–, si se orienta el análisis de la religión
relacionándolo con esos límites extremos y antagónicos que representan bajo sus
diversas formas la santidad y la condenación, lo esencial de sus funciones
aparece enseguida determinado por un doble movimiento: la adquisición de la
fuerza, la eliminación de la mancha [...] El terreno de lo profano se ha
extendido y abarca ahora la casi totalidad de los asuntos humanos” (59).
“Sin embargo, a
través de toda la historia religiosa, la noción de lo sagrado conserva una
individualidad bien señalada que le confiere una unidad indiscutible, por muy
diversas que aparezcan, desde la más primitiva a la más elaborada, las
civilizaciones en las que se las confirma, y por muy reducida que se presente
su esfera de influencia en la existencia moderna. Continúa oponiendo el camino,
la verdad y la vida, a otras potencias que corrompen el ser en todos los
sentidos del vocablo, que lo inducen a la desesperanza y lo destinan a la
perdición; pero, al mismo tiempo, manifiesta la connivencia esencial frente a
lo que conserva, lo que exalta y lo que arruina. Lo profano es el mundo de la
comodidad y la seguridad.”
Lo que pertenece a
lo sagrado se reserva en exclusividad para quienes participan de un mismo
sentimiento. En un principio, los “víveres necesarios a su subsistencia, las
mujeres necesarias a su reproducción, las víctimas humanas para sus
sacrificios, los servicios ceremoniales o funerarios necesarios a su buen
funcionamiento” (79). Fuera de ese círculo queda lo profano y todo lo que
atenta contra tal exclusividad conduce al sacrilegio (88). De ahí que se
establezcan múltiples prohibiciones y también que se implante un sentimiento
de solidaridad (87).
La oposición a esta
exclusividad tribal es lo profano. “Lo que es sacrílego para uno es regla santa
para el otro” (103). “La virtud consiste en permanecer dentro del orden,
en quedarse en su sitio, en no rebasar el lote asignado, en mantenerse
dentro de lo permitido, en no disponer de lo prohibido” (106). A esta condición
emergente de lo prohibido se antepone la fiesta, “una exaltación que se
agota en gritos y gestos, que incita a abandonarse sin traba a los impulsos más
irreflexivos. Incluso hoy, en que, sin embargo, las fiestas empobrecidas resaltan
bien poco sobre el fondo grisáceo que constituye la monotonía de la vida
ordinaria, y aparecen en ella dispersas, diseminadas, casi estancadas, se
distinguen todavía en sus manifestaciones algunos pobres vestigios del
desencadenamiento colectivo que caracteriza las antiguas francachelas” (110).
La fiesta sigue
vigente y lo sagrado ha evolucionado por fuera de las religiones. El
sentimiento de lo sagrado y el sentimiento de solidaridad permanecen inermes
dentro de las “tribus” y “fratrías” actuales, es decir, dentro de las
parcialidades, minorías mayores, colectividades de toda índole, territoriales,
ideológicas, religiosas, deportivas, políticas y socioeconómicas. Hoy quizá más
que nunca se confirma el carácter endémico de unos sentimientos que rebasan la
esfera de las religiones y que se comprueban según manifestaciones que, si bien
han cambiado de formato, responden a una misma naturaleza histórica.
FINAL
“He dicho que la religión, en este sentido
lato de la necesidad de un sistema de orientación, es propia de todos los
hombres, en una u otra forma. Ahora quiero añadir que la elección no está entre
religión o no religión, en este sentido lato. La elección está solo entre una
religión buena o una religión mala, o entre una religión mejor y otra peor.
Dicho de otro modo, todos somos idealistas, todos nos vemos empujados por
ciertos motivos aparte de nuestro propio interés, y este idealismo es la mayor
bendición, pero también es la peor maldición.”
(Fromm, 34)
Teólogos, filósofos y psicólogos admiten la
presencia en todos los hombres de un sentimiento que es el que habitualmente se
atribuye a quienes profesan la fe religiosa revelada. De acuerdo a la teología
paulina, “el Espíritu se nos ha dado, está –habita– en nosotros”, lo que se
verifica en las Epístolas a los romanos, a los corintios, a los gálatas, a los
efesios, etcétera (Rahner, T. I, 350). Por otra parte, y aunque el hombre
actual sea racionalista en el ámbito del mundo, “no quiere decir que sea sin
más un racionalista. Lo es menos que sus antepasados espirituales de los
siglos XVIII y XIX. Sospecha y reverencia lo inexpresable y sin-nombre. Pero
precisamente por eso, una dogmática complicada le parece que sabe demasiado,
que es demasiado lista y racionalista, le resulta excesivamente dogmática y
positivista.” (Rahner, T. IV, 54).
De
acuerdo a Lutero, la interpretación del cuerpo religioso no depende de la
escritura sino de la voz. Se comprende de acuerdo a lo que se oye y no de
acuerdo a lo que se entiende o llega del intelecto. “Es decisivo el carácter de
acontecer, o sea, el carácter verbal, y con ello la destinación o kerigma.
Y desde este punto de vista, también está dado previamente el hombre como
oyente. Si abstraemos del hombre que oye, los textos caen en el vacío.”
(Heidegger, “Heidegger sobre Lutero”, protocolo de 1961 del seminario de
Gerhard Ebeling, en Bultmann-Heidegger, Correspondencia, 337).
“Según
Jung, hay en mí un algo, un ‛ello’, religioso, no es que ‛yo’ sea religioso;
‛ello’, ese algo, me impulsa por tanto hacia Dios, no soy yo quien se decide
por Dios. En Jung, en efecto, la religiosidad inconsciente está ligada a
arquetipos religiosos y por ende a elementos del inconsciente arcaico o
colectivo. Pero la religiosidad inconsciente se halla muy lejos de representar
para Jung una decisión personal del hombre; más bien es un suceso colectivo,
típico, incluso arquetípico del hombre. Nosotros, por el contrario, opinamos
que precisamente la religiosidad no podría originarse en ningún inconsciente
colectivo por pertenecer a las decisiones personales y propias del yo;”
(Frankl, 70).
Algunos
teólogos, como Rudolf Otto, opinan que existe en el hombre una “predisposición”
original hacia lo religioso que considera en términos de sentimiento religioso.
El humano vendría a este mundo munido ya con esta predisposición, como vendría
con la de supervivencia o con el miedo ante el peligro. “A esta fuente,
nosotros la llamamos disposición latente del espíritu humano, que se despierta
y mueve por estímulos. Nadie que haya penetrado con serio propósito en la
psicología religiosa puede negar que en algunos individuos se dan semejantes
disposiciones naturales, y con ellas predisposiciones y propensiones a la
religión, las cuales espontáneamente pueden convertirse en tentativas y
presentimientos instintivos, en inquietos tanteos, en deseos vehementes, en un instinto
religioso que sólo halla sosiego cuando se ha hecho claro a sí mismo y ha
encontrado su meta.” (Otto, 222)
Sin embargo, en
tanto se hable de un sentimiento original de tipo religioso, la religión
tendría que haberlo suscitado, lo que no habría sido posible antes de haber
sido instituida religión alguna. Es preciso distinguir entre la predisposición
a sentir lo trascendente y la predisposición a sentir lo religioso. El sentimiento
de religiosidad, pues, sería ese sentimiento para el cual no habría
conciencia de Dios ni de dioses, semidioses, ídolos o númenes de algún tipo.
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Agosto de 2024
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