G-SJ5PK9E2MZ ENSAYOS: EL SENTIMIENTO DE RELIGIOSIDAD. Para una fe sin religión

miércoles, 28 de agosto de 2024

EL SENTIMIENTO DE RELIGIOSIDAD. Para una fe sin religión

EL SENTIMIENTO DE RELIGIOSIDAD

Jorge Liberati

Mis conocimientos, comparados con los del teólogo, son reducidos. No estoy lo suficientemente informado acerca de las orientaciones contemporáneas. Temo ver las cosas desde afuera, como un viajero en un país extranjero.

(Jaspers, p. 155)

 

EL SENTIMIENTO DE RELIGIOSIDAD SIN RELIGIÓN

 

El estudio de la condición humana requiere el análisis de un sentimiento muy particular. Es un sentimiento vicisitudinario y azaroso de religiosidad, religación o relación con lo trascendente. No exactamente el sentimiento religioso o de la fe religiosa de las religiones, aunque ambos pueden coincidir. Es la aspiración desnuda y sin objeto definido de alcanzar algo más allá de lo humanamente posible y que se incuba en cada persona de diversas maneras desde el laberinto emocional –ético, estético, axiológico– de la más honda intimidad.

Es un sentimiento que se expande sobre los demás sentimientos, emociones y pasiones, gustos y preferencias en un sin fin de avances y retrocesos, giros, tropezones, caídas y levantamientos que amojonan la historia personal. Este sentimiento vicisitudinario de religiosidad fue desde muy temprano encauzado de acuerdo a normas sistémicas espirituales como las de las religiones orgánicas. Al estudiar los antecedentes más antiguos de las religiones, la literatura especializada aclara que “No se trata de precisar la génesis de un valor religioso, sino de descubrir las intuiciones más antiguas y, por tanto, más puras de ese valor.” (Eliade, 1981, 277)

Habría lugar para la siguiente hipótesis: este sentimiento se habría menoscabado en su naturalidad inicial, invitando a la persona a aceptar formas de organizarlo consentidamente y a asimilar tales formas en torno a un culto. Recogido en su disposición original, muy tempranamente fue inducido a sistematizarse de acuerdo a una serie de determinaciones milenarias, orales y escritas, que desembocaron en una importante institucionalización, en su diseminación y afiliación. 

El propósito pudo consistir en la satisfacción de ese sentimiento mediante ideas trascendentes, la fe, y la alianza con un Dios poderoso y omnipotente que ha encarnado en un enviado del cielo portador de un mensaje de paz y una inusitada concepción del amor hasta entonces desconocida. Se habría querido orientar a la persona con creencias y prácticas, con supuestos a los cuales se les habría conferido una condición esencial: lo sagrado. Se atendió así la inquietud fundamental del ser humano buscando orientar sus sentimientos en determinado sentido y de acuerdo a ciertos valores, ideas y costumbres, preferencias y deseos de signo sagrado. Pero ¿qué es lo sagrado? ¿Es el vínculo inmediato con el principio de la creación, con la fuente espiritual y material de todo?

Intervino el propósito histórico de enjugar la gran culpa, quizá la culpa de existir, en un mar de idealidad venerada y trascendente. La culpa de ser como se es, de cargar con el peso de sobrevivir a partir de condiciones precarias; la culpa por hacer lo que hacen los individuos humanos para vivir, para seguir. Culpa también de ser conscientes de la inevitable inconsciencia, algo que sólo un espíritu externo y superior puede compensar y conciliar de acuerdo a una racionalidad que oscila entre la comprensión y el entendimiento, entre las atribuciones del sentido común y la ciencia. Culpables por ser conscientes del crimen diario, el de hacer lo que hacen los humanos para vivir. La culpa que se debe expiar mediante una adhesión o fe depositada en lo externo, superior, celestial, divino, Dios infinito y eterno.

 

LA RELIGIÓN Y LA EDUCACIÓN EN LOS SENTIMIENTOS

 

Se ha enseñado al hombre a pensar, por qué y para qué conocer, y se ha enseñado al hombre a sentir. Y sentir influye más en la persona que pensar, y también en el hacer cuando el hacer es inmediato y práctico. “Siento, luego soy” seria la fórmula de Condillac en la que “siento” sustituye a “pienso” (Silva García, 13). “La facultad de sentir es la primera de las facultades del alma” (Condillac, 31). Mientras la educación forma y pone al tanto de lo que se es, de dónde se está, de lo que es posible o imposible en la vida –y cuyo conocimiento a su vez sobreviene de la experiencia histórica–, la religión pide una renuncia a la autonomía espiritual: pide que el espíritu se deje invadir.

La religión supone, y en general con sobrada razón, que el hombre está lleno de supersticiones, mitos, magias y hábitos inconducentes e inútiles. Le ha hecho saber que lo sagrado no es él ni la naturaleza, que lo sagrado no está donde creía. Este es el primer desengaño humano, la primera frustración (después vendrá Copérnico, Darwin, Freud y se sumarán otras). Le ha comunicado que él no está en el origen, y que por tanto no es del caso que invoque deidades cualesquiera ni que se equipare a ellas, que las encuentre en los animales o en los fenómenos de la naturaleza: que hay una fuerza superior. La religión le dice al hombre que lo primero no es él, y que la dádiva de la caza y de los frutos de valles y prados no se obtiene mediante rituales esotéricos, ofrendas expiatorias y sacrificios de animales y humanos.

Las religiones pusieron las cosas exactamente al revés de como estaban. La gran inquietud no es la que surge por la expectativa de vida, por querer protegerla y prolongarla propiciando la magia, dominando las fuerzas de la naturaleza por la magia con el fin de lograr el pan, el abrigo, la seguridad. Antes es preciso admitir la condición de criaturas, de ser hijos de lo sagrado. El hombre no depende sólo de sí mismo, de su sola voluntad de sobrevivir. También depende de una voluntad que está más allá de él. Depende de lo sagrado inicial, pero lo inicial no es él. La vida sólo es posible como conquista día a día, hora a hora, esfuerzo a esfuerzo, porque es a lo que la criatura está consignada según se supone después de comprobar su desolación, su soledad cósmica.

De preguntar si antes es la vida o es Dios, puede surgir la incertidumbre, la duda, lo que no se aviene con la sacralidad de lo que está más allá de lo humano. La gran aspiración, el sentimiento de trascendencia, la gran responsabilidad está entre los humanos, pero la sacralidad está afuera. Puede debatirse el antes y el después, pero el antes y el después son conceptos que se corresponden con la escala de este mundo. Hay otra escala. El sentimiento de religiosidad lleva en sí la sugerencia de que, aun sabiéndose conocedor de una parte, quizá el hombre pueda abarcar el todo. Lo sagrado abarca el todo sin ningún quizá, en una dimensión a escala de Dios.

El espíritu ha intuido que debe existir un más allá. Ha descubierto cuál es el definitivo objeto del conocimiento, no el de las cosas sino el conocimiento de lo que las genera. Ha vuelto consciente la máxima aspiración entre todas las que alienta, cuyo objeto sobrepasa a la razón. Aspira a abrazar ese objeto superior y a encontrar en él la máxima satisfacción de sus aspiraciones apremiantes. Ha arrojado una flecha hacia lo desconocido con el fin de dar con el destino final, no el de la muerte sino el de su superación. La religión le ha mostrado ese blanco y demostrado que está en un Cristo redentor y salvador.

 

INVASIÓN DE LOS SENTIMIENTOS

 

Se ha invadido el corazón, se lo ha colmado con una clase de sentimientos laterales. Porque en verdad, en su razón última, estaba vacío o apenas contenida la sola inquietud, aislada, sin saber cómo expresarse; el sólo sentir y la solitaria inclinación hacia lo que no es él, aquello que seguramente está en algún lugar, afuera, y arriba, porque abajo sólo hay tierra y roca, sólo mundo de la duración y de la dureza. Arriba está el cielo infinito y desconocido, en el que cabe mejor la esperanza, abajo hay sólo sombras y entre ellas destellos infernales.

Se ha mostrado el abajo desde arriba: “Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba” (Juan, 8, 23). Pero el humano quiere ser algo más de lo que es, y de ese querer surge su sentimiento afanoso, agitado, que parece golpear el aire y batirse contra un adversario invisible. Por lo que se trata de un sentimiento vicisitudinario, peleador, impulsivo, a veces triunfador y palpitante, a veces derrotado y exánime. Le es fácil encontrar un camino ya trazado por el cual emprender su marcha azarosa, librarse de su desolación y desorientación. La historia institucionalizada de ese sentimiento arrollador compone el grueso de la narración veterotestamentaria. Y en ella hay mucho para mostrar, historia buena e historia mala, prosperidad y miseria, períodos de guerra y períodos de paz.

El hecho de creer o no creer, de orientar la creencia hacia abajo o hacia arriba, es semejante a querer llenar el espíritu con algo: algo sólido o algo líquido. La fe en Dios es sólida y la fe en el hombre es líquida. Porque sólo lo que es frágil quiere y puede asumir la fe sólida, por la razón del artillero, y lo que es firme y resistente quiere y puede moverse sobre una base líquida, por la ley del más fuerte. La fe en Dios, la que, como afirma el teólogo, “configura una concepción del mundo, una convicción general, teórica, de que Dios existe, nació de la práctica misional, donde se trataba de predicar frente al politeísmo la creencia en el Dios único” (Bultmann, 133).

Pero no es importante decidir si se cree o no se cree en Dios, si el sentimiento de religiosidad esconde esa creencia o no la esconde –si es un sentimiento o creencia “en el aire”. Es absurdo creer tanto como descreer y, en este contexto, lo absurdo juega un papel exclusivo en cualquiera de las dos posibilidades. Pues se puede creer por el absurdo con tanta legitimidad como descreer por el absurdo. Se atribuye a Tertuliano, que vivió en el siglo II, el supuesto según el cual, precisamente, por tratarse de un absurdo es por lo que se puede creer. Equivale a la proposición “a menos que creas, no entenderás” (Isaías, VII, 9).

Creer es aquello a lo que se apela cuando ya no vale “ver para creer”, cuando no hay lugar a la razón ni a la percepción y sólo se puede pensar por fuera de ellas. Incluso, cuando ya no es posible pensar: “Así, Señor, no sólo eres algo mayor a lo que no podemos pensar, sino que eres algo mayor que lo que podemos pensar. Y dado que somos capaces de pensar que existe algo así, si tú no eres eso mismo, podríamos pensar algo mayor que tú, lo cual es imposible.” (Anselmo, 34) Por tratarse de algo acerca de lo que para la razón y la percepción queda afuera, es por lo que el absurdo puede volver posible el creer, tanto como, de la misma manera, descreer al considerar absurda la creencia.

 

CREER PARA ENTENDER

 

A San Agustín pertenece esta famosa reflexión: “creemos para conocer, no conocemos para creer” (Agustín, XL, 9), y esta otra: “se cree bien, precisamente porque no se capta con rapidez; porque, si se captase con rapidez no sería preciso creerlo, porque se vería” (XXXVI, 7). Se encuentra en San Anselmo otra reflexión al respecto: “No busco tampoco entender para creer, sino que creo para entender” (Anselmo, I, 10). Lo que explica la diferencia entre la fe a secas y la fe en Dios. Para Jesús la fe funciona de manera confesional y vicisitudinaria: “Para él la fe es lo que da fuerza para obrar en determinados momentos de la vida de acuerdo a la convicción de que Dios es todopoderoso [...] De manera, pues, que únicamente el que es obediente puede ser creyente en el sentido de Jesús; con lo que también queda excluido todo frívolo abuso de la creencia en Dios” (Bultmann, 134).

Aquí vuelve a aparecer lo que es inaceptable para la razón y lo que la fe vuelve aceptable, de parecida manera a como el absurdo se vuelve un principio para la razón y para la fe, atribuyéndose una y otra al absurdo como medio demostrativo. No se alcanza a saber si antes no se cree o, al revés, sólo mediante el saber es posible creer. Lo que resulta absurdo para la razón es lo que resulta racional para el absurdo. En esta inconmensurable inversión se fundamentan las razones de creyentes e incrédulos. Han reducido la demostración que, en definitiva, es la demostración de la imposibilidad de su contrario.

Y en esto se da una deformación del verbo creer. Se supone que creer equivale a creer en Dios, y esto va de acuerdo con la gramática del caso. Porque no se puede creer si no hay algo en qué creer; creer solo no va de acuerdo con la gramática. Que alguien crea quiere decir que cree en algo, aunque se trate de creer que no hay nada allá arriba. Como tener conciencia, como amar o como odiar, se necesita que estos verbos se acompañen del nombre de lo que predican: tener conciencia de un daño, amar al prójimo, odiar al enemigo, etcétera. Los creyentes se han adueñado del verbo creer, y los no creyentes han renunciado a su uso, con lo que han modificado su gramática: creer, pues, es creer en Dios.

 

EL VERBO “CREER”

 

No se puede hablar al respecto sino mediante el lenguaje, y el lenguaje ofrece ese verbo insondable, a veces vuelto nombre con un valor positivo y otras veces vuelto nombre con un valor negativo. Sea el creyente o sea el incrédulo se trata de las dos actitudes de quienes creen en algo. Si ambos creen en algo quedaría demostrado que el sentimiento de religiosidad incumbe tanto a uno como a otro; que es universal e independiente de los órganos, instituciones y doctrinas de las religiones.

Se confirmaría como un sentimiento como los demás sentimientos, todos importantes, como éste, importantes porque median inevitablemente en el pensamiento, en la moral, en las conductas, en la elecciones y preferencias, en las ideologías y tendencias de toda clase, en lo estético, en los valores, en las inclinaciones personales, en la subjetividad profunda.

 Luego corresponde dirimir la diferencia entre Dios y todo lo demás, entre creer a secas y creer con predicado, el creer del creyente y el del no creyente. Uno a secas, sin nada más, sin el agregado de los complementos, y otro con agregados y complementos diferentes. Decimos “creyentes” y ya sabemos a quiénes nos referimos, esto es, a quienes depositan su fe en Dios. Pero ahora sabemos que están los que creen o poseen una fe que se diferencia de la fe en Dios, pero que, por tratarse de la fe, es semejante a la fe en Dios. Esta otra fe sin Dios, fe a la manera de cada uno, es la fe en un Dios que ha surgido desde las profundidades de la experiencia personal, de cada vicisitud personal y entrañable, de cada historia, aunque pueda llamarse nada y se diga “no creo en nada”.

Dilatando un poco la conclusión, estirándola hasta donde se pueda, diríase que eso es Dios para los no creyentes o al menos para algunos no creyentes. Pero, a todas luces, es lo primero para ellos, y que, por ser lo primero es lo superior, lo que carece de mundanidad, futilidad y vanidad, algo sin duda “más arriba”. El no creer responde al mismo sentimiento, al de sentirlo como lo que está por encima del creer sencillo y sin predicado. No hay otra posibilidad para el sentimiento de religiosidad.

Pero ¿cuál es la diferencia? La hipótesis también sugiere que no hay diferencia, si se permite su conclusión inesperada y si se desea revelar su secreto con sinceridad y denuedo. Porque la diferencia es, justamente, absurda, es decir, una diferencia que se establece en base a absurdos, un absurdo sagrado, único, que lo puede todo. El poder todo aparece en la creencia como puede, de la manera como aparece diversamente en cada uno. Y en todos los casos se trata de un sentimiento, no de una noción institucionalizada por una doctrina, por un partido, por una tradición, por una ideología o por una religión.

Se puede arriesgar otra consideración acerca del verbo creer, y es también del orden gramatical. Todos los verbos son en sí oraciones oblicuas que en la mayoría de los casos contienen oculta la articulación sujeto-predicado. La palabra “creo”, por ejemplo, contiene al sujeto “yo”, primera persona del singular del verbo “creer”, y la raíz “creer” en la que se contiene el significado del verbo. Por lo que “creo” oculta la estructura “yo creo”, articulándose en esa voz conjugada el significado “creer” y la partícula que representa a quien se atribuye el creer, “yo”.

  

CREER LLEVA MÁS ALLÁ DE LO QUE EXISTE

 

En el fondo y en general todos creen en sí mismos en tanto saltan sobre sus límites buscando proyectarse más allá de ellos y liberando la creencia. Creen cuando la fuerza de sus ideales empieza a desfallecer y exaltan la voluntad hasta que adquiere el rango de lo sublime. Todos se desarrollan espiritualmente y se expanden en un espacio unidimensional, total, completo, infinito y eterno. Porque, precisamente, les agobia chocar con los propios límites, especialmente cuando enfrentan la adversidad. Ese espacio debe existir.

Surge un trastorno notable, y es el de la duda. ¿Existe ese espacio o no existe? Lo que no depende de la fuerza humana, ¿se mueve en algún espacio y en algún tiempo? La necesidad de responder la pregunta acerca de si Dios existe o no existe (Pascal, § 418, 128) es la inevitable demarcación que pone a todos en alguna de las dos orillas de la creencia. Y, paradójicamente, la excelsa y noble iniciativa de unos y otros por la que el espíritu se propone encomendarse a lo que va más allá de toda materialidad, de toda sustancia, de toda existencia, se dirime entre los términos de una existencia más, quizá sin que se advierta.

Aquello a lo que se adjudica lo que no se posee, la fuerza de la creación y su justificación última, su origen, el porqué y el para qué de la existencia, el quid de la vida, la suerte que le depara en el mundo, el destino, la razón de ser, ¿acaso es algo que la mayor de las inquietudes concibe como se conciben los seres terrenales y las cosas, la naturaleza y la cultura? ¿Necesita existencia esa superioridad imponderable que anida en el espíritu y que en definitiva lo acompaña, reconforta y guía? ¿O se habla del Espíritu Santo? ¿De otra clase de existencia? ¿De una muy otra especie de ontología o teo-ontología?

Se advierte que la proposición Dios existe es una entelequia y que, como tal, es mejor dejarla como son las entelequias, es decir, como las definió Aristóteles, fines en sí mismos. La existencia de Dios es una creencia ensimismada, intocable, fundada en la tradición, una mónada extraordinaria, históricamente supratemporal. Pero ¿acaso Dios no es un propósito completo que se abre y brinda su caricia al espíritu, en su totalidad, en su completud, en su infinitud y en su eternidad? Pues sólo lo incognoscible consuela al hombre, lo que no tiene límites y cuyo don comunicativo es del todo misterioso. Lo que no tiene límites es lo que concuerda con lo que por definición los tiene, el hombre; una parte a medio hacer de la naturaleza, un corte, una frontera. Límites sólo tiene la existencia, Dios no los tiene.

De lo que se desprende que no tiene necesidad de existir como existen las cosas y los seres vivos: es más que existir, más que ser. La idea de un Dios existente¸ “de que Dios existe, nació de la práctica misional, donde se trataba de predicar frente al politeísmo la creencia en el Dios único. Los gentiles son tenidos como los que no ‛conocen’ a Dios (Gálatas, 4, 8; Tesalonicenses, 4, 6)” (Bultmann, 133). Por tanto, creer es, más bien, creer en lo que no es creíble por carecer de lo que necesita la creencia para afirmarse.

 

RESISTIR Y PEDIR AYUDA

 

Creer, pues, es querer, un único y especial querer entre todos los quereres que caracterizan las pulsiones de los humanos en tanto criaturas. Decir “criatura” ya pone sobre la pista de ese querer, de aquello a lo que se dirige el querer supremo en tanto se trata de individuos espiritualmente criados por el sublime fin en sí mismo. Y se abandona a la voluntad trascendente como se abandona a los designios de la naturaleza, porque es una criatura biológica y no tiene otra alternativa que abandonarse a ella. El hombre es un fin en sí mismo: una entelequia.

El hombre no encuentra en lo biológico, con toda la enjundia de su sustancia, lo que encuentra en lo sublime, en lo que está más allá del limen y en el mismísimo umbral que le es vedado traspasar. Allí está el principio de los principios, es decir, lo sagrado. No espera nada de su biología más allá de lo que ella dispone en tanto naturaleza, pero espera mucho de lo sublime. Lo sublime no está determinado sino respecto al destino del mundo, a lo cósmico; pero no en cuanto a la suerte de las criaturas, que puede modificarse y transformarse.

El cultivo, el cuidado, el mejoramiento del querer necesita asistencia, pues siempre necesita mejorar. Es de la persona y, en tanto persona, o sea, en tanto límite, es un querer a medias, un apetecer mayor a su a no se protege sola ni se encarrila sola. Su querer tiene que ser intervenido por otro querer más poderoso: el sentimiento siempre quiere más. El sujeto no llega a ser persona sin que su voluntad deje de obrar sobre él, de intentar encaminarlo, aplicarlo de la mejor manera en actividades y objetos concretos. Pero, como el saber, el querer requiere asistencia, necesita ayuda siempre. Lo sublime brinda esa ayuda, como la educación brinda la ayuda en cuanto al saber.

Mientras la educación trabaja sobre la persona desde abajo, en el propósito de ayudarla en su configuración y crecimiento, la religión trabaja sobre la persona desde arriba, en el propósito de levantar el cuerpo y desprenderlo de sus raíces. Una obra sobre las fuerzas de la persona, otra sobre sus flaquezas; una sobre lo que aparentemente puede y otra sobre lo que aparentemente no puede. Pero ambas estimulan lo mismo. De todos modos, ni la educación ni la religión brindan lo que sólo la persona puede alcanzar con su empeño, de modo que sólo ayudan (una ayuda especial que no se obtiene como es el caso de ayudar una persona a otra).

¿Cuál es, entonces, la diferencia que convierte en opuestos a estas dos grandes dimensiones que procuran asistir a la persona? Creer es querer y es también solicitar ayuda. Si la religión ayuda imprimiendo sus designios en la voluntad humana, en los que radica toda la verdad y el poder del universo, la educación ayuda mostrando la realidad del mundo, en la que radica la verdad y el poder del hombre. Y guardan una sola y definitiva relación en común: ambas muestran. Una muestra el mundo posible, otra el mundo tal cual es. No para que se elija uno sino para juntarlos.

 

LO SAGRADO OPERA SOBRE LA VOLUNTAD

 

Lo sagrado es lo que está antes en el tiempo y que por ser primero se instituye como fundamento de todo lo que sigue, sea la Creación, sea Dios, sea lo santo. Y es también lo que conviene a la vida y a las cosas relacionadas con la vida, la supervivencia y el goce de una vida plena. Pero tampoco es el conjunto de las cosas y hechos que sirve a la vida sino sólo lo que está en su origen generatriz. ¿Cómo responde la vida ante lo adverso, el desamparo, las carencias, el peligro, en fin, el hambre? Pues, apela a todo lo que le es conveniente para contrarrestar lo adverso, cuidar lo sagrado o consagrado, es decir, la fuente “merecedora de excepcional respeto” (María Moliner, Diccionario de uso del español).

La conveniencia es lo que busca la vida en todas sus manifestaciones, lo que le conviene para vivir. No importa el símbolo con que se representa sino qué se deriva de lo que el símbolo representa. Tampoco importa bajo cuáles condiciones, circunstancias, magia, cultos, ritos, hierofanías o teofanías (Ferrer, Carta abierta; Eliade, 1981, 35) se presenta lo sagrado. Lo que importa es aquello que está tras el símbolo.

Quizá por esta condición de lo sagrado la educación y la religión orientan la voluntad en un sentido retrospectivo, dirigido al origen, sea desde fuera o desde dentro de lo humano, en ineluctable búsqueda del sentido de los sentidos. De ese sentido originario depende el porvenir de la persona, y es preciso que ella dé con él. Es perentorio que cale en el origen y que lo estimule, que lo sacuda y desarrolle. Si la persona no concilia su conciencia con lo sagrado, si no lo advierte en lo que representa, lo sagrado se desvanece (porque no existe por sí).

 Cuando la religión y la educación son auténticas influyen en el interior humano buscando desatarlo, liberarlo y desenrollarlo. Algunas de sus direcciones enseñan o muestran, dirigen la atención hacia algo concreto, conducen hacia idoneidades, especializaciones y habilidades específicas. Pero sus designios principales son generales, no buscan especialistas lateralizados sino personas, no buscan fieles serviles sino seres humanos. Ambas conocen que en ese interior también existen debilidades, fuerzas a medio desarrollar, impedimentos. Pero saben que en todos los casos y en la subjetividad profunda sobrevive el sentimiento de religiosidad o sentimiento de expansión o trascendencia. Es ese sentimiento al que se dirige la religión, mientras la educación lo concibe como vocación, como anhelo de superación, de inspiración que trasciende la satisfacción de las necesidades primarias.

A partir del sentimiento vicisitudinario de religiosidad, que parece ser común a todos, sólo se puede concebir lo propio del hombre, es decir, la condición humana. La humanidad traza su autorretrato a lápiz y, sin coloridos ni ornamentos, dibuja la esencia de su ser. De lo que se concluye que no existen creyentes y no creyentes sino sólo clasificaciones hechas desde fuera de la interioridad subjetiva y generadas por móviles externos a la espiritualidad y a los deseos y aspiraciones auténticas. Porque no hay dos caminos sino diversas formas de recorrer el único que se presenta a la vista.

            Si se es consciente de que el sentimiento de religiosidad anima al hombre sin discriminaciones de ningún tipo, como le anima el resto de los sentimientos, se podrá entender qué le inquieta, por qué anhela encontrar en un dominio ajeno y más alto las respuestas que no le llegan de su entorno inmediato. Se sabrá el porqué de abrazar una religión, por qué se sublima la aspiración más allá del logos, o se sabrá por qué no convence ese abrazo. Por qué, en el caso del descreimiento, la espiritualidad igualmente tiende hacia afuera, se afana en colmarse con una dádiva fuera del alcance de sus manos inconsistentes. Y por qué cuesta tanto llamar fe a ese sentimiento cuando no se vincula ni se quiere que se vincule a religión alguna.

 

CREER, ESTADO DE CONFIANZA Y LIBERTAD

 

Creer implica alcanzar un estado de confianza, crédito y convicción, es decir, un estado que conviene a la vida. La fe y la creencia significan para todos o para muchos alcanzar lo que inspira confianza. Se puede tener confianza en cualquier cosa, dar crédito a cualquier cosa, valorar como creíble cualquier cosa que logre salvar las limitaciones de una razón aceptable, razonable, consensuada. Sin embargo, en cualquiera de los casos de que se trate, el hombre busca una conveniencia que garantice su seguridad más íntima, la fuente primera de sus convicciones.

            Hemos de hablar de conveniencia también en el sentido de lo que llega a colmar de alguna manera el sentimiento de religiosidad. Lo que apunta a la exclusividad del ser, a su impugnabilidad, preservación, resorte de supervivencia, a las garantías respecto al futuro: es el principio de conveniencia. La angustia ante el abanico de alternativas de vida, el desafío de elegir al menos una, el temor a errar en la elección, en fin, la molestia de sentirse a medio hacer; nada de eso conviene al hombre. Necesita lo que le conviene, y todo lo que busca es lo que le conviene. Esta palabra tiene connotaciones significativas además de las del uso común.

Es un convenir muy amplio, más del que está en juego cuando esta palabra remite a intereses comunes, beneficios o ventajas de la vida corriente. El creer deshilvana la conveniencia en tranquilidad, liberación y esperanza. Permite que el tejido inconsútil de los sentimientos se descosa y rasgue de modo que cada fragmento vuele por el cielo interior, que es ancho y resplandeciente como el de afuera. Consiste en procurar la liberación, la emancipación respecto a la ignorancia, el equilibrio entre las obligaciones y los derechos en el plano de la convivencia humana con sus habituales desentendimientos.

La libertad del hombre no es sólo un tema para la racionalidad; es un tema que también embarga la teología de Juan Luis Segundo. El conocimiento de Dios como objeto fundamental de la fe encuentra su correlación perfecta en asumir la fe como camino para alcanzar el conocimiento del mundo. Para que esta paradoja cíclica pueda aceptarse como una verdad teológico-filosófica no se necesita más que despojarse de los dogmatismos. Segundo encuentra la confirmación de esta posibilidad espiritual en Jesús, pero en un Jesús diferente al de las interpretaciones convencionales: “Si se llegó, frente a un hombre determinado, limitado, ambiguo como todo lo que corre una suerte histórica, a ver en él a Dios o una revelación divina, fue porque ese hombre interesó, porque fue humanamente significativo. Y si hoy se reproduce lo primero, será porque también se habrá reproducido lo segundo.” (Segundo, 1982, II/1, 32).

            No es creíble un hombre que carezca de alguna inquietud, que no sufra por algún desasosiego, por alguna angustia. Y es difícil que no se encuentre en alguien o en algo el consuelo para todos los males. La significación última de Jesús se genera porque no hay nadie a quien la existencia, con su exclusiva circunstancia de vida, no le presente un obstáculo serio y grave, y que, en la búsqueda de la paz del alma no concluya en que por sí mismo no la encontrará. Por lo que no hay nadie que se salve de saltar interiormente de espacio en espacio y que a fuerza de dar saltos no amplíe sus entornos y en cada ampliación cree otros nuevos.

Al “saltar” cada ser humano determina el alto y el largo de su salto, y de allí su relación con el objeto de sus aspiraciones. De esta sencilla relación surgen las más famosas e históricas cristologías: “Jesús predica antes de la resurrección de la carne una resurrección del espíritu (o de la ‛mente’, que es la palabra empleada por Agustín)”. Y esto “¿No es acaso recobrar vida (espiritual), pasar de injusto a justo de impío a piadoso, de tonto a sabio?” (Ib., 33)

Se trata de lo que todo ser humano necesita en algún momento de la vida, esto es, resurrección: recuperación, transformación, superación; el mayor símbolo para una concepción inmortalizada en la resurrección de Cristo. “Cuando decimos, pues, que tenemos ‛fe’ en el contenido (‛dogmático’) del Antiguo Testamento –y en todo él–, queremos decir que ponemos nuestra confianza absoluta en que, siguiendo el camino allí marcado y jalonado por cosas imperfectas y transitorias, como ocurre en toda educación, hallaremos siempre frente a nosotros una verdad siempre mayor y una más honda riqueza de sentido para nuestra existencia humana.” (Segundo, 1989, 136)

 

CREER SE ATIENE AL CAMBIO Y NO AL TIEMPO

 

Al ser consciente del estado en que está, la conciencia funciona como un motor que se pone en marcha y que pasa de la inactividad a la actividad, sin relacionar necesariamente el cambio que implica el paso dado. La conciencia ingenua relaciona lo aparente, el antes y el después, pero no el cambio: relaciona el tiempo (la temporalidad de lo terrenal). Al dar el paso que siempre se quiere dar mete todo en una bolsa sin fondo, el tiempo. Y lo que se ha hecho al dar el paso se siente como propio de lo que ya ha pasado y por tanto como pérdida. Pero creer no es propiamente esperar, remitirse a que pase el tiempo para que aparezca lo que se busca al dar el salto, lo que se espera al escapar del estado en que se está.

Eso no sería fe en tanto la fe es una virtual realización del sentimiento de religiosidad. Sería no dar ese paso fundamental o dar un salto en el vacío. Entonces, se produce la angustia e incluso el dolor. Pero nada ha pasado que no permanezca de algún modo, que no esté aquí, sólo que ha cambiado, que se ha modificado, transfigurado. Hay pues que contemplarlo tal como es ahora, luego de su metamorfosis, de dar el paso, y con ojos que ven más allá de la fantasía del tiempo. Mirar más allá no es acomodar la vista a los objetos del mundo, verlos como aparecen, concretos y efímeros. Porque por sólidos que parezcan, enseguida se apartan de la percepción. Es verlos para siempre, pues el querer y el creer los ha transformado para estar presentes eternamente.

El querer suele engañar, relacionar lo que se quiere con algo concreto; es una particularidad haragana de la conciencia el proyectar su aspiración sobre lo más fácil. El querer busca con denuedo un objeto y a veces violentamente; quiere algo inmediato, rápido, de manera lo menos solemne que se pueda. Entonces la conciencia responde a otra clase de sentimientos, si se trata de sentimientos. Responde al orden de necesidades como las primarias, como alimentarse o resguardarse del peligro. Eso es querer simple, no es el querer de la creencia, de la fe, sea profana o religiosa.

El paso que da el hombre en tal caso es como cualquier acontecimiento de la naturaleza, como la caída de una piedra o el rumor de las hojas en el viento. Afuera no hay personas sino cosas y seres vivos. Y no hay pasos dados ni estados conscientes sino ser indiferenciado, acontecimientos que para producirse sólo requieren causalidad o transformaciones de la energía. El hombre es también naturaleza, transformación de la energía, termodinámica y hasta física cuántica. Si se deja realizar sólo en el mundo de la física al cual pertenece, deja de ser hombre, humanidad consciente para confundirse con el resto de la naturaleza. De origen no está preparado para ser cosa y está obligado a ser algo más.

Tampoco hay historia, y la frase “somos historia” surge de la relación con el cambio. Desde afuera no se siente que pueda haber historia, sino sólo ser. Lo histórico es una ideación, un recurso, otra entelequia. Ya se ha dicho: “El ser histórico no es ni el que dura y acumula experiencias ni el que recuerda: la historia implica la toma de conciencia mediante la cual el pasado se reconoce como tal, en el momento en que la conciencia le restituye una especie de presencia. Por tal causa hemos buscado el origen del conocimiento histórico, no en la memoria, no en el tiempo vivido, sino en la reflexión, que hace a cada uno espectador de sí mismo, en la observación, la que asume la experiencia del prójimo como objeto.” (Aron, T. I, 112)

Respecto a la persona y a lo que se podría denominar ser histórico personal, en lugar de “reflexión” habríamos preferido “fulguración”. Pues el fragmento citado y tan oportuno en tanto se hable de la humanidad, en el caso del individuo es atribuible a un centelleo que aviva todo el ser histórico, no sólo el del momento. El origen del conocimiento histórico personal estaría en la fulguración. “Konrad Lorenz introdujo este término en la biología. Con él se designa el hecho de que dos (o más) sistemas (independientes entre sí) se enlazan en una nueva unidad que manifiesta propiedades cualitativamente distintas a las de sus elementos” (Riedl, 234). Aquello que se consolida vez por vez, se transforma en vida, sin que se ate al tiempo. No habría pues una historia tras la existencia presente y sólo se trataría de lo que ha cambiado y está ante los ojos. Sólo que los ojos que pueden ver esa historia son los ojos del alma, no los de la visión.

           

HAY VECES CONSTITUTIVAS

 

El ser humano, pues, es todas las veces que ha sido, pero contenidas en una sola vez, aquella en la que se reconoce o conoce a sí mismo. De la misma manera, la historia no es la suma de todos los hechos del hombre sino el conocimiento o reconocimiento de cada una de las veces vividas en que ha superado el problema. Esa es su historia verdadera y no el tiempo acumulado. El hombre es a partir de sólo algunas veces en que ha estado construyéndose, especialmente en aquellas veces en que de la vicisitud ha conseguido lo conveniente o evitado lo inconveniente.

La historia del ser, que sólo es reflexión o, en nuestra concepción, fulguración, es el lugar y el tiempo en que vive todo el ser, el que es llamado “aquí y ahora”, presente, pasado y un aquí que puede significar lo que sea y de acuerdo al contexto. No hay partes idas, partes no idas y partes aún no venidas, sino una sola realidad indivisible. Y el tiempo es demasiado inconsistente para que pueda separar en el hombre, como un cuchillo, lo que puede separar en una planta, las hojas del tallo o el tallo de la raíz.

En este sentido el hombre actual es igual al hombre primitivo, que confería “al tiempo una dirección cíclica”, lo que “anula su irreversibilidad”. Así “Todo recomienza por su principio a cada instante. El pasado no es sino la prefiguración del futuro [...] hasta puede decirse que nada nuevo se produce en el mundo, pues todo no es más que la repetición de los mismos arquetipos primordiales [...] y mantiene al mundo en el mismo instante auroral de los comienzos” (Eliade, 1985, 84).

            A eso se reduce la impotencia que impide descubrir todo lo que se es, lo que se ha sido y lo que son y han sido todas las personas. Y si es el resultado de muchos cambios, si es el caso de que se sea viejo, probablemente se aparezca la imagen de otra persona ocupando el lugar de la propia, en la juventud o en la madurez, no la del presente. Porque hay muchos cambios, pero, en sustancia, sólo algunos, por las características de la circunstancia, han modificado la totalidad que se cree ser. Esos cambios no se recuerdan con claridad y parecen ocurridos a otra persona.

Algunas de las veces han producido integraciones, capacidades, sabidurías, desconfianzas, habilidades que constituyen el grueso de la inteligencia. Y el ser inteligente que se forja en la experiencia de vida es el que representa al hombre en cada presente temporal, no la suma de cada una de las veces sino lo que algunas construyeron a partir de experiencias y vivencias definitivas. El verdadero ser en cuanto ser humano es su inteligencia, no sólo en el sentido intelectual de la palabra sino en el sentido integral, el del intelecto y el de los sentimientos.

Ahora bien, Dios colma el sentimiento de religiosidad, pues remitir la inteligencia a un más allá del ser, diferente del aquí y ahora, es religiosidad pura y lo es tanto como puede ser una racionalidad ampliada ilimitadamente. Y no es extraño considerarla más digna, por ser más bella. Por lo que Dios representa la máxima aspiración de la inteligencia, tal como la imaginamos en su esplendor. Como lo es en su dimensión celestial, aunque desde todo punto de vista sea indiscernible e indescifrable.

            Que remitamos la inteligencia a un más allá supraterrenal, el querer que se eleve por encima de los límites que desde siempre reconocemos en ella, no es una exclusividad de las religiones modernas. Por el contrario, es la dinámica espiritual a raíz de la cual ellas aparecieron, elaboraron sus doctrinas y se diseminaran entre los humanos. Que surgiera la intuición de una esfera más elevada cuyo símbolo cardinal se encontrara en el cielo, no pudo responder a otra cosa que a la modalidad intrínseca de la inteligencia. Derivó luego en unas constelaciones de creencias que, si bien difieren entre sí, apelan al sentimiento de religiosidad, sin el cual no existirían.

            Esta reflexión obtiene su recíproca en esta otra: que se haya concebido la naturaleza humana de acuerdo a su máximo símbolo es la inteligencia, no pudo responder a otra cosa que no sea la voluntad de Dios. Deriva también en la incredulidad, que ronda el sentimiento de religiosidad. En el anverso y el reverso la reflexión es fulguración y la fulguración reflexión; ambas buscan las alturas.

“El cielo se revela tal como es en la realidad: infinito y trascendente. La bóveda celeste es por excelencia ‛lo otro’, frente a lo poco que el hombre y su espacio vital representan. Diríamos que el simbolismo de su trascendencia se deduce de la simple consideración de su altura infinita. ‛El altísimo’ se convierte, con toda naturalidad, en un atributo de la divinidad. Las regiones superiores inaccesibles al hombre, las zonas siderales, adquieren los prestigios divinos de lo trascendente, de la realidad absoluta, de la perennidad.” (Eliade, 1981, 62)

            Se habla de Dios en un sentido diferente, específico e institucionalizado, a la corta o a larga envuelto en el sentimiento de religiosidad, pero ya caracterizado como algo más que un sentimiento. Es preciso diferenciar esta dinámica espiritual, especificarla, apreciar su enraizamiento en lo innato, su universalidad e inevitabilidad que, por cierto, pudo haber facilitado en el sentir el advenimiento de la idea de Dios. Esta idea vino a satisfacer todos los afanes, todas las inclinaciones que trascienden el espacio y el tiempo: “Dios es el Dios del futuro a la vez que del presente [...] En este punto se advierte la influencia de nociones dualistas foráneas, señaladamente de Persia. Todo el curso del tiempo es dividido en dos eras: la presente (pasado y presente) y la futura, en la que estará manifestada la gloria de Dios” (Bultmann, 101).

 

LO DIFERENTE Y LO MISMO EN LOS SENTIMIENTOS

 

Existe una constante en la historia de los sentimientos que puede detectarse en las épocas más antiguas y en las actuales. Se trate de la prehistoria, de la historia, de los tiempos modernos o de los contemporáneos, se comprueba que los sentimientos cambian, pero no mueren ni nacen. Se transforman, pero sus posibles descripciones, sean de la época que sea, mantienen una figura básica que es igual a la de ahora. Pueden tener lugar nuevas formas de manifestarse, pueden desaparecer otras e, igualmente, es frecuente que se originen nuevos estímulos, descubrirse o crearse nuevos incentivos que los produzcan, nuevas fuentes que los despierten, pero en esencia, en lo que representan para el espíritu, son los mismos: alegría, tristeza, amor, odio, culpa, enojo, miedo, envidia, gratitud, etcétera, etcétera.

            El sentimiento de religiosidad, como tal, no se exonera de esta constante, y tampoco los sentimientos definidos como religiosos, primitivos, politeístas o monoteístas. La expresión de estos sentimientos queda impresa en sus símbolos, los cuales siempre derivan de un antecedente histórico: “ninguno de los dioses celestes de los pueblos primitivos es ‛puro’, es decir, ninguno representa una forma originaria. Sus ‛formas’ se han ido modificando sea por influencias externas, sea pura y simplemente por haber vivido dentro de una tradición humana [...] la vida religiosa, así como las creaciones a que ha dado lugar, están dominadas por lo que podríamos llamar ‛la tendencia al arquetipo’ [...] todas ellas tienden, a despecho de su ‛historia’ anterior, a recobrar la ‛forma’ originaria, a volver al arquetipo” (Eliade, 1981, 81).

            La historia de los sentimientos es la historia de una realidad que difiere bastante de la historia de los hechos, de la historia de las ideas y aun de la historia de los descubrimientos, demostraciones e innovaciones –que no dejan de ser hechos. Asimismo, difiere de la historia de las grandes creaciones del pensamiento y el arte, historia que se asimila a la de las ideas. De la historia de los hechos difiere porque los hechos a veces presentan características inusitadas, desconocidas hasta el momento en que suceden, como por ejemplo la extinción de los dinosaurios. Y de la historia de las ideas difiere porque las ideas pueden presentarse bajo aspectos innovadores, originales o inesperados, no pensados anteriormente. Es el caso de la idea de un Dios único y todopoderoso que, fuese revelado o no, se vuelve consciente como idea en la mente de los hombres.

            Pero los sentimientos siempre son los mismos, aunque cambien sus formas de manifestarse y sean otras las motivaciones que los producen. Son los hechos y las ideas, y lo que acarrean en la vida de cada persona y en la convivencia, los que se sujetan a cambios; los sentimientos no cambian, aunque pueden producir cambios. Por lo que es el modo en que se manifiesta el sentimiento lo que está en juego y no el sentimiento propiamente dicho, que es el mismo de siempre, de alegría o de tristeza, etcétera.

Por ejemplo, un sentimiento de regocijo o un sentimiento de frustración al comprobarse el triunfo o la derrota en un acontecimiento deportivo, o la aprobación o desaprobación en un examen académico; o el sentimiento de angustia debido a una tragedia o el de felicidad a raíz de una buena noticia. Se trate de la angustia en la fortaleza de Masada, asediada por los romanos, o de la angustia en la playa de Dunkerque asediada por los nazis, la angustia es la misma. A motivaciones y modalidades diferentes corresponde el mismo sentimiento.

De todos modos, pueden considerarse nuevos algunos sentimientos semejantes a los conocidos, como el sentimiento de religiosidad, pero nuevos sólo en el caso en que se empiece a hablar de ellos, no porque lo fueran. Otras manifestaciones o “sentires” relacionados con la moral o los valores podrían iniciar un debate acerca de si son sentimientos en el sentido estricto, caso en que resultaría una novedad en el plano teórico –y si hay un “sentido estricto” para ellos.

 

LA TRAMA DE LOS SENTIMIENTOS

 

La misma pluralidad de los sentimientos, la amplia constelación que abarca todas las afectividades, rechazos, simpatías, deferencias e indiferencias, inclinaciones (aficiones y desapegos, manifestaciones en conductas activas y pasivas, candorosas o violentas), esconde una estructura común a la cual se sujetan todos los tipos. Se define en una trama jerárquica reconocible y constante, semejante a la de las manifestaciones religiosas.

La constelación de los sentimientos se rige por uno de ellos, el más importante y el que ilumina a todos los demás, como si fuera el centro o al menos el punto en que tiene lugar el origen de la trama, y es el amor. La palabra es de uso corriente y por eso designa en primer término el amor entre personas (eros, amor filial, amor al prójimo) y de acuerdo a la clase de lazo que las vincula, lo que origina una serie de significados únicos. Pero el sentimiento del cual hablamos es más amplio y abarca el sentir y la actitud de la persona cuando se abre en forma consciente y confiada a las potestades positivas del hombre y de lo que está o puede estar más allá del hombre.

La alegría, por ejemplo, puede ser una forma del amor, en el sentido positivo más amplio que el de la alegría común y corriente. Y la tristeza un sentimiento negativo, del orden opuesto al amor (indiferencia, rechazo, odio) pero aún más vasto que el de la tristeza común y corriente. Puede tratarse de un sentimiento subyacente a todos los demás, que los sustenta y les presta un servicio vital en su función positiva o en su función opuesta.

El amor, que juega un papel tan importante en la escala de los sentimientos humanos, tiene su correlato en Dios como sentimiento trascendente. Y si Dios representa la expresión máxima entre los sentimientos religiosos, el amor representa la expresión máxima de los sentimientos comunes o naturales. Como relacionamiento, encontramos en la Biblia la expresión “Dios es Amor” (I Juan, 4:8), y el amor como “exteriorización de la fe” (cf. Browning, 36).

Se diría que el amor, entendido en el sentido aquí expuesto, es el rey de los sentimientos, y que no ha cambiado desde el principio de los principios sino sólo en cuanto a los modos de manifestarse. Porque se ha mantenido igual, en cuanto a la subjetividad profunda, sin exonerar los sentimientos salvajes del hombre primitivo. “Porque, a pesar de todo cuanto se haga y se diga, nuestras semejanzas con el salvaje son todavía mucho más numerosas que nuestras diferencias y lo que tenemos de común con él y conservamos deliberadamente como verdadero y útil, lo adeudamos a nuestros antepasados salvajes, que lentamente adquirieron por experiencia y nos transmitieron por herencia esas ideas, al parecer fundamentales, que nosotros propendemos a considerar como originales e intuitivas.” (Frazer, 312)

EL amor, por último, puede gobernar los sentimientos de maneras diversas y a veces confundiéndose con manifestaciones marginales, aunque no ajenas al hilado que caracteriza la trama a la que pertenecen. Es el caso de la simpatía, el afecto, el cariño, la amistad entrañable, la fidelidad, el deseo de protección y otros sentimientos por el estilo.

 

DOS ESPECIES DE SENTIMIENTOS

 

No es necesario explicar la gran diferencia que distingue el conocer del sentir, la diferencia entre la función de la inteligencia racional y la función de la inteligencia emocional. Sin embargo, existen sentimientos que participan en la actividad de la inteligencia como si fueran modos de conocimiento, como si funcionaran en la órbita de la inteligencia racional.

Por lo que es preciso distinguir entre dos especies de sentimientos, las dos de una importancia crucial para la inteligencia, aunque no se disponga de un nombre para cada especie que sea capaz de caracterizarlas: “no hay un nombre equivalente que, en el círculo de la vida emotiva del hombre, distinga en forma inequívoca el sentimiento en cuanto función del espíritu, del sentimiento como estado del alma. Por eso es menester al tratar de definir su concepto advertir cuándo nos referimos al sentimiento como fenómeno y cuándo lo hacemos como función” (Porras Rengel, T. I, 301).

El ejemplo que acompaña esta distinción es el siguiente: un sentimiento de angustia alude sin duda a un estado del alma, mientras que por el sentimiento se puede llegar a conocer verdaderamente a una persona. En un caso hay configuración pasiva del sentimiento, y en otra configuración activa y de conocimiento. Asimismo, a través de los sentimientos también es posible “percibir valores” (ib., 302). Existe, pues, una modalidad del sentimiento que cobra un valor epistemológico y que algunos entienden como forma legítima del conocimiento.

La distinción permite apreciar la riqueza y la diversidad de los sentimientos, y de paso advertir la dualidad de algunos sentimientos como el de religiosidad. Pues es obvio que se incuba a partir de un estado del alma para enseguida proyectarse hacia las alturas espirituales en términos de una consustanciación con la divinidad. Porque sólo las alturas, los montes, las ciudades asentadas en colinas son los lugares elegidos por la religiosidad por tratarse de la cercanía respecto al cielo infinito, sede de los dioses y de los cuales se espera respuesta a los anhelos explicitados por los rituales y los sacrificios (Eliade, 117 ss.) o, bajo el régimen monoteísta, la oración.

Es clara la afinidad y la clase de complementación entre el sentimiento de religiosidad y el sentimiento de trascendencia. Este último es a la vez un sentimiento fenómeno y un sentimiento función y, por lo demás, se cumple en todas las personas, vivan bajo el régimen político que fuera, tocados por una religión o no, se consideren creyentes o ateos, y desde los tiempos más perdidos de la antigüedad prehistórica.

El sentimiento que inspira la trascendencia en el hombre es, como el de religiosidad, una presencia omnímoda en las personas de todas las épocas, sea aquella en la que predomina una subjetividad profunda o sea la que tiende a objetivar sus ambiciones en objetos o entidades concretas (idealistas o materialistas). Según algunos procede de la voluntad de Dios; y basta al hombre el hacer conciencia de la estrechez de sus posibilidades, de sus grandes límites en el pensar y en el hacer, para que se despierte en él la añoranza de una mayor potencialidad y el deseo de rebasar esos límites.

Esta tendencia, que parece innata y que sobrepasa las condiciones étnicas, epocales, las diferentes realidades materiales de vida, y que se desarrolla en todos y más allá de los posibles niveles de inteligencia y educación, compone la naturaleza de la humanidad. Se ha dicho: “La humanidad es la reunión de dos naturalezas, el Dios hecho hombre, es decir, el espíritu infinito que se ha enajenado él mismo hasta la naturaleza finita, y el espíritu finito que se acuerda de su infinitud.” (Renán, 128)

 

EL SENTIMIENTO Y SU HISTORIA

 

La “fe antropológica”, concepto debido al teólogo Juan Luis Segundo, es la fe que se puede asimilar al sentimiento de religiosidad. “La fe (en su sentido más amplio y laico) constituye una componente indispensable –una dimensión– de toda existencia humana. Dicho en otras palabras: una dimensión antropológica. Podíamos decir que, contrariamente a lo que se podría suponer, cada hombre necesita testigos referenciales para articular el mundo de los valores y que el criterio que le hace aceptar o rechazar dichos testigos (y sus testimonios sobre las satisfacciones posibles) sólo puede llamarse fe. No nos interesa aquí el matiz religioso de la palabra sino, como dijimos, el referirnos a un determinado tipo de conocimiento (y a sus criterios): el que no se basa en una experiencia directa (o comprobable científicamente), sino en testigos proporcionados por la sociedad.” (Segundo, 1982, I, 39)

       El sentimiento que corresponde a la fe, pues, tiene su participación, de alguna manera, en la consolidación del conocimiento. Es una fuerza que lo sustenta, no que lo complementa ni que actúe por encima de él. Es propio de su naturaleza, como la racionalidad, como la intuición, como la memorización. No se piensa independientemente del sentir ni se siente independientemente del pensar, pues ambas actividades se producen juntas. Tiene que aplicarse una introspección cuidadosa para comprobarlo; no hay otra demostración posible. Pues, si bien hay formas de comprobar la actividad neurológica, no es posible distinguir en ella el pensamiento del sentimiento.

        ¿Qué se piensa cuando se siente? ¿Ocurren las dos actividades o una anula a la otra? Se ha escrito abundantemente acerca de la fe y de los sentimientos religiosos, así como del pensamiento y de la razón, pero poco acerca de sus mutuas relaciones en el momento en que parecen converger en el tiempo. Y es seguro que se ha escrito poco debido a lo difícil que resulta detectar por separado cómo ocurren las cosas. Por lo pronto, al pensar sabemos qué sentimientos nos gobiernan por debajo o, al menos, qué clase de sentimientos nos animan. Pero al sentir, al embargarnos en un sentimiento, el pensamiento racional nos abandona con facilidad.

        Ahora bien, eso que parece inconveniente, el que nos desentendamos de la racionalidad, del más importante control con que cuenta la conciencia, no es del todo perjudicial. En la dinámica espiritual se produce una liberación, una apertura hacia lo desconocido, sea lo desconocido en el campo interno o en el externo. Logramos lo que mediante el entendimiento escaparía de sus más profundas significaciones, de sus múltiples sugerencias y, especialmente, de lo que nos trasmite la experiencia, lo que hemos vivido y que actúa como una síntesis de todas las experiencias y sensaciones y con la carga de todos los impactos de nuestra historia personal. Porque no hay sentimiento que se active sin que se asocie enseguida una proyección afín desde el pasado, la experiencia de vida imborrable que, como la llama tras la chispa, se enciende hasta sin darnos cuenta.

        Sobre todo, es lo que ha quedado en los márgenes de la razón lo que vuelve a fulgir, los misterios, impresiones a medio comprender, imágenes atesoradas en el inconsciente, estados de ánimo grabados sin que se sepa por qué. Por lo que se advierte que el sentimiento no es una idea ni un razonamiento, una representación que la mente dibuja y revela a la conciencia, sino una fulguración carente de figura, una silueta imprecisa o mancha borrosamente delimitada. En ese chispazo se contiene lo esencial de la historia, no toda la carrera temporal. Se contiene lo necesario para ser, en cuanto a la comparecencia ante el mundo y en cuanto a la construcción de la persona.

 

SENTIMIENTO, MITO Y MÍSTICA

 

El sentimiento tiene generalmente el valor aproximado a un mito forjado en la intimidad de la historia personal. Envuelve la esencia histórica del recorrido total al remontar el pasado hasta sus orígenes. Esto significa que busca siempre lo sagrado, lo que está en la génesis del sentimiento, para lo cual recorre una distancia subjetiva en un tiempo o duración que no siempre o nunca coincide con el tiempo cronológico. Lo sagrado constituye el grueso, el esqueleto del sentimiento. Ese sentimiento no despunta si no se carga antes con una reminiscencia, con el reflejo de una vivencia cuya repetición ha escapado del campo de la memoria y se ha convertido en un arco reflejo, en una reacción neurovegetativa.

            “Todo mito, cualquiera que sea su naturaleza, enuncia un acontecimiento ocurrido in illo tempore [esto es, “en aquel tiempo”, en un tiempo ya lejano], y por este hecho constituye un precedente ejemplar para todas las acciones y situaciones venideras que repitan aquel acontecimiento. Todos los rituales, todas las acciones con sentido que el hombre ejecuta repiten un arquetipo mítico; ahora bien, ya dijimos que la repetición lleva consigo la abolición del tiempo profano y la proyección del hombre en un tiempo mágico-religioso que nada tiene que ver con la duración propiamente dicha y constituye ese ‛eterno presente’ del tiempo mítico.” (Eliade, 1981, 430)

            El sentimiento no es sino un ritual ejecutado en la esfera íntima de cualquier persona, una vuelta a lo sagrado, al principio de sus principios. El ritual hace posible saltar todos los tiempos físicos y establecer un presente atemporal. El sentimiento de religiosidad, por ejemplo, es el medio por el cual “el hombre es arrancado del devenir profano y vuelve al gran tiempo” (ib.). Y es el salto que da cualquier sentimiento, el amor, la esperanza, el miedo, la angustia, esto es, la regresión al arquetipo, a la fuente en la cual se conjugan bajo diferentes formas todas las experiencias reunidas en torno a un significado original.

            En los sentimientos estéticos se produce esa regresión bajo una modalidad mística. “Esta vida interior, superior a la de la razón razonadora, esta revelación ‛de sí mismo y de Dios en todas las cosas’, que reside en un sentimiento o, mejor dicho, en una intuición completamente personal e incomunicable; esta última justificación de la moral, de la metafísica y del arte, todo lo que no es todavía un objeto de ciencia incontestable: he aquí el fondo común a todo misticismo, sea sabio o escéptico, religioso o laico, estético o moral, erótico o ascético. Porque no existen varios misticismos.” (Lalo, 129) El misticismo es un bloque, y conquista poco a poco todos los repliegues del pensamiento: “cuando ha ocupado una parte de nuestro espíritu, lo invade por entero. La potencia de esta hipnosis intelectual es incalculable” (ib.).

 

MOTIVOS ATEMPORALES

 

Si fuera posible presentar esta regresión a lo sagrado en un plano formal, aparecería una especie de sinonimia de términos descriptivos y de signos relacionados con el núcleo semántico del sentimiento. Una sinonimia o puente semántico que anularía el tiempo o lo reduciría a un estado temporal único, sin pasado y sin futuro. Y es lo que se experimenta en la realidad del sentir: la semiosis identitaria entre significados que ya no pertenecen a la memoria por haber sido asimilados en el corpus de la inteligencia, Y también aquellos que la conciencia atribuye a un hecho o a un fenómeno cualquiera y que embargan la atención.

Ha cambiado la circunstancia, pero el estado del alma es el mismo. Se da una sinonimia fenomenológica que consiste en abandonar la relación espaciotemporal entre el sentir y sus motivaciones, para establecer una nueva y virtual relación con las experiencias vividas e involucradas con lo ya vivido. Se recrea un estado del alma semejante al estado descrito para una clase especial de sinonimia lógico-lingüística. Pues “una palabra puede estar conectada con la realidad, no a través de una simple operación, sino más bien a través de una red de sutiles interrelaciones que involucren una buena cantidad de supuestos teóricos” (Hintikka, 74).

Un sentimiento nunca se origina sin que se conecte con la historia de al menos algunos antecedentes que quedan impresos en el espíritu y a partir de las experiencias vividas. No reclama memoria sino interrupción de la barrera temporal, la que se produce espontáneamente. Si no se rompe esa barrera no hay sentimiento, como ocurre en algunos enfermos en los que se ha quebrado la posibilidad del auto reconocimiento.

Tampoco reclama un antecedente causal, un motivo disparador, una fuente generatriz. La diferencia entre causalidad y conexión atemporal es sencilla: mientras que una es física, la que se da entre el motivo y la serie o estado mental, la otra es espiritual y no lineal. Pero hay una diferencia más compleja: mientras que la física es monotemática, se origina en un hecho o en un fenómeno particular, la espiritual despierta un abanico de conexiones entre la relación con el objeto y la huella de todos los objetos temáticamente relacionados en circunstancias distintas.

Si es la tristeza, se realiza en la impronta de todas las tristezas, si es el miedo, en el mismo miedo ante las amenazas que acechan a la vida, si es la angustia, en la síntesis de todas las angustias, si es la frustración, en las mismas horas amargas que más de una vez han embargado los estados de ánimo. No hay sentimientos sin historia.

Muchos sentimientos significan un cambio importante en la historia de la persona. Entonces, se trata del caso que puede ser el origen de esa historia y que puede explicar la intensidad del sentimiento cada vez que se produce y sea por el motivo que sea. Es así que en el universo de los sentimientos no hay delimitaciones temáticas como hay en el universo de las ideas y de los conceptos. Por supuesto, las ideas y los conceptos suponen múltiples connotaciones y sugieren diversidad de derivaciones posibles. Pero, para apreciarlas es preciso señalarlas, especificarlas o mostrarlas.

Los sentimientos, en cambio, poseen de por sí esas derivaciones y conexiones. Además, no admiten relacionamientos fortuitos o mezclas como admiten las ideas y los conceptos. Estos últimos juegan, en variedad de casos, con sus contrarios u opuestos, mientras que los sentimientos son unipolares; se excluyen entre sí precisamente porque sus naturalezas son incompatibles. O es la alegría o es la tristeza; las oposiciones deciden sus significados; juntas disuelven la oposición y eventualmente se convierten en otro sentimiento. Por ejemplo, un estado placentero producido por un recuerdo, junto a cierta tristeza no del todo enajenada, pueden derivar en un sentimiento de nostalgia, que ya no es regocijo ni tristeza propiamente dichas. No hay, pues, reglas de causalidad entre los sentimientos. Y, como tampoco tiene lugar el azar, se puede decir que reina entre ellos un principio de inducción histórica que, más que asociarlos, constituye su misma naturaleza.

 

LÓGICA DE LOS SENTIMIENTOS

 

Otras denominaciones para el mundo de los sentimientos es la de “estados afectivos”, y su dinámica “lógica extra racional”, “lógica afectiva” o “lógica de los sentimientos” (Ribot, caps. I y II). Es la dimensión correspondiente a las emociones, la imaginación y las pasiones, que difiere de la racional, pero que mantiene con ella una relación recíproca de complementación. Aun, existe en la consideración de los lógicos un lugar para el “razonamiento emocional” (ib.).

       El razonamiento afectivo puede ser de dos clases, según sea el punto de partida un deseo o una creencia. El primero es “una inducción de base indecisa y de marcha aventurada, movida y guiada por el deseo de descubrir lo que la lógica racional no puede revelar”. El segundo, “es la forma más conocida, la única que con el nombre de ‘justificación’ ha sido estudiada por los raros autores que han tocado nuestro asunto. Tiene por base un postulado –creencia, opinión, prejuicio–, es decir, un conjunto de ideas más o menos sistemático, tenido por verdadero o preferible a cualquier otro” (ib., 62).

      El principio de esta lógica de los sentimientos es el “principio de finalidad”: “El razonamiento racional tiende hacia una conclusión, el razonamiento emocional hacia un fin; no se dirige a una verdad sino a un resultado práctico, y siempre está orientado en esa dirección.” (Ib., 65) “Los tratados de retórica antiguos y modernos son, en mi opinión, ensayos de una lógica de los sentimientos” (ib., 67). Y “el principio de contradicción que rige la lógica racional es extraño a la de los sentimientos” (ib., 75). Es preciso, no obstante, entender finalidad “en un sentido enteramente empírico, como sinónimo de objeto, con independencia de toda teoría trascendente acerca de las causas finales, de su papel real o supuesto en la naturaleza” (ib., nota al pie).

            Si se estudian en profundidad se encontrará que tanto la conclusión como la finalidad son grados en una escala –que incluye a los opuestos. Escalas en las que el más o el menos define el estado en que se encuentra alguien o algo. Por ejemplo, en el razonamiento emocional, la tristeza como grado mínimo de alegría, el miedo como grado mínimo del coraje, la euforia como grado máximo de alegría; en el razonamiento racional, el calor como grado de temperatura, la saturación como porcentaje en un medio líquido, la aceleración en una escala de velocidades.

            Pero ¿qué representa la conversión de un estado a otro? ¿Qué es la conversión? Puede consistir en un cambio paulatino de un grado a otro y también en un cambio repentino (ib., 99). De un cambio que inutiliza el concepto de “escala”, pues ya no hay grados en el cambio y sólo hay cambio. No se puede captar por la reflexión. Queda fuera de la descripción comprensiva, de la explicación que paso a paso permite entender racionalmente el cambio. La conversión responde a la creencia pura, sin descripciones ni demostraciones.

            “Sin duda, la tendencia, la conmoción que produce la conversión no nace espontáneamente sin causas intelectuales, sin idea provocadora; pero la idea no es más que un instrumento que tan pronto triunfa como fracasa. Se asemeja al pescador que lanza su cebo al agua sin saber si el pez morderá el anzuelo”. En la conversión “Hay escisión en dos vidas, pero principalmente –podría decirse– en el orden de los sentimientos y de la acción. Terminada la crisis, restablecida la calma, el convertido reniega de su pasado, pero no lo ignora; nada ha cambiado en su memoria. No ha llegado a ser otro sino en su creencia, en sus opiniones, en su conducta” (ib., 101-104). En el hombre primitivo alternan dos lógicas, una afectiva y otra racional: “están tan estrechamente mezcladas y confundidas, que ni aun se sospecha una separación posible entre ellas” (ib., 35).

             Pues bien, estas reflexiones sugieren que en el hombre moderno existiría la misma dualidad: convivirían en él lo racional y lo afectivo en una duplicidad intercambiable y despojada de toda lógica. No en la vida intelectual, en la puesta en práctica de técnicas y procedimientos de pensamiento o de trabajo, sino en la dinámica intrasubjetiva. Por lo pronto, no cabe en ella la lógica racional, ni siquiera la que puede traspasar algunos de los principios básicos de la lógica tradicional, como el principio de no contradicción. Trátese de transformaciones paulatinas o de conversiones, las premisas básicas y las conclusiones, suponiendo que en tal caso las hubiera, quedarían al margen de cualquier ley. La única ley o, mejor, el axioma sería el de lo indemostrable.

 

FUNDAMENTOS LÓGICOS Y NO LÓGICOS

 

Puede atormentarnos una pena o un problema filosófico, pero también puede distraernos una nimiedad. “Este hombre nacido para conocer el universo, para juzgar todas las cosas, para regir todo un estado, hele ahí ocupado y lleno de preocupación por coger una liebre.” (Ib., § 523, 185) Pasamos de un estado a otro con facilidad, es decir, de una justificación de nuestro estado a otra justificación sin que mayormente nos conmueva la gravedad de los asuntos.

            Pasamos de un estado de conveniencia a un estado de indiferencia como si no fuera nada. Y es frecuente que pasemos de una idea importante a otra insignificante acaso sin darnos cuenta. Y de una convicción a una duda como se pasa de un lado al otro del río sin pensar en el río que nos habría impedido la marcha ni en el puente que nos permitió seguirla. Hay momentos en que el pensar es sólo sentir, y otros en que el sentir surge del sólo pensar, y entonces es difícil ordenar esos estados confusos.

Aun más: “Los que están acostumbrados a juzgar según el sentimiento no comprenden nada de las cosas de razonamiento. Pues enseguida quieren penetrar de un sólo golpe de vista, y no están acostumbrados a buscar los principios; y los otros, por el contrario, que están habituados a razonar por principios, no comprenden nada de las cosas del sentimiento, y, buscando los principios, no pueden ver con una sola mirada.” (Ib., § 751, 224)

            La lógica de los sentimientos anuncia otra lógica que asoma por encima de la lógica del razonamiento. Así como la duda se confronta con la convicción, y ésta con la conversión, los sentimientos se confrontan con la razón, y ésta con lo que puede desprenderse de ella, es decir, con lo probable. Hubo en ciernes una lógica de lo probable ya en el siglo XVII: “Leibniz, demostrando una vez más su genialidad –aunque suele afirmarse que apenas aportó nada sobre la materia–, es quien tiene primero la idea de una lógica probabilitaria [...] La nueva lógica será sin duda más complicada que la antigua, pero también será mucho más útil, pues se aplicará a la realidad ya las cuestiones prácticas referidas a realidades (morales, políticas y sociales), y nos permitirá prever el porvenir como si hubiéramos asistidos a los consejos de dios y sorprendido el secreto de la creación, o bien dirigir con seguridad nuestra conducta en toda coyuntura.” (Granell, 327 y 319)

            La lógica intuida por Leibniz está más cerca de la lógica de los sentimientos que la lógica probabilitaria en cuanto a las “cuestiones prácticas referidas a realidades”. Sostiene Leibniz que

“todo lo que ha de ocurrir a alguna persona está ya comprendido virtualmente en su naturaleza o noción, como las propiedades lo están en la definición del círculo [...] todos nuestros fenómenos, es decir, todo lo que alguna vez puede ocurrirnos, no son más que consecuencias de nuestro ser; y como estos fenómenos guardan cierto orden conforme a nuestra naturaleza o, por decirlo así, al mundo que hay en nosotros, el cual hace que podamos hacer observaciones útiles para regular nuestra conducta, justificadas por el resultado de los fenómenos futuros, y que así podamos con frecuencia juzgar el porvenir por el pasado sin equivocarnos, esto bastaría para decir que esos fenómenos son verdaderos sin hacernos cuestión de si están fuera de nosotros y si otros los perciben también” (Leibniz, 70 y 73).      

            La lógica de Leibniz encuentra su muy aproximado equivalente en la lógica de los sentimientos; más que en la lógica probabilitaria de Boole, Venn, Peirce, Keynes y de quienes vinieron después. Si bien el fundamento de esta lógica es la incertidumbre, la de los sentimientos según Ribot encuentra el suyo en la finalidad, algo empírico u “objeto” (ver más arriba). En el caso del sentimiento de religiosidad el objeto es trascendente, de una finalidad que se intuye más allá de lo alcanzable en esta tierra. Lo que, salvando algunas de sus propiedades exclusivas, es propio también de gran parte de los sentimientos estéticos.

            Lo que sólo se intuye sin que se pueda comprobar por ningún medio es el objeto del sentimiento de religiosidad. Y no vale por el objeto en sí sino por la forma en que se concibe y se siente. La discusión en torno a si Dios existe o no existe es un buen ejemplo de esa especial finalidad ampliada, y se trata de saber si Dios puede entrar en el dominio de lo real y existente o si no puede entrar; si se remite al plano de las certidumbres o queda marginado en el rincón en donde se amontonan las preguntas sin respuesta. Aunque esta cuestión conlleva en sí un debate, sin embargo, encierra una condición ingénita a la naturaleza de los sentimientos que, en el fondo, vuelve inútil toda discusión. “El Padre no tiene ser: el Hijo es su ser.” (cit. por Ferrer, 228)

La trascendencia que representa Dios es universal; se funda en el sentimiento de religiosidad y puede encausarlo la religión –o no puede. Es llamada como la llama la religión, como finalidad primera u objeto primordial, o como se pueda llamar fuera de la religión en tanto finalidad ulterior a lo mundanal u objeto último, dirección o proyección de la voluntad humana más allá de lo espaciotemporal. Por lo que no es el sentimiento potestativo de la religión el que invade la religiosidad natural y la encauza, sino ésta la que sirve de base a la institución del sentimiento religioso, se trate de religiones teístas o no teístas.

Por tales razones es esperable (o sea, es lógico) que se encuentre en Cristo la reunión de Dios con el hombre. Cristo representa la condición divina y la condición humana, y no es contradictorio el hecho por el cual se admitan los valores cristianos acompañados o no de la creencia en un Dios creador y soberano. De la misma manera, no es contradictorio que se atribuya al hombre la posibilidad de conocer a Dios racionalmente, sin que intervenga revelación alguna, y que dentro de las pautas del mismo sentimiento se conozca por revelación. Ambas actitudes responden al influjo del sentimiento de religiosidad, sea que provenga de Dios o del hombre.

            Estas y otras posiciones facultativas de la creencia en una fuerza superior no podrían prosperar si no contaran con la preparación natural de este sentimiento. Si bien la religión revelada puede exonerarse de este presupuesto, porque está en Dios el poder de generar la creencia sin necesidad de una condición anterior, también puede interpretarse que Dios ha dispuesto desde el principio en el hombre el sentimiento de religiosidad.

 

EL SENTIMIENTO DE LO SAGRADO

 

Se ha dicho que “lo único que puede afirmarse valederamente a propósito de lo sagrado se halla contenido en la misma definición del término: que se opone a lo profano” (Caillois, Prólogo, 7). Y que “el mundo de lo sagrado, entre otras características, se opone al mundo de lo profano como un mundo de energías a un mundo de sustancias. De un lado, fuerzas; de otro, cosas”. Algo fijo, por un lado, y algo que, más allá de su naturaleza, “puede traer bienes o males según las circunstancias particulares de sus manifestaciones sucesivas”, es decir, de acuerdo a “la orientación que toma o que se le da”. Lo sagrado, pues, “siempre que se manifiesta lo hace en un solo sentido, como manantial de bendiciones o como foco de maldición”. Lo puro y lo impuro funcionan en lo sagrado como funcionan el bien y el mal en lo profano.

            Pero, en el campo de lo sagrado, lo puro y lo impuro adquieren unos valores precisos, inveterados e inevitables: la santidad por el lado de la pureza y la maldición por el lado de la impureza. Ambos valores compiten y se disputan la fatal atracción de sus polos y de la cual no es posible escapar fácilmente. Toda fuerza que encarna lo sagrado “tiende a disociarse: su ambigüedad primera se resuelve en elementos antagónicos y complementarios con los cuales relacionamos respectivamente los sentimientos de respeto y de aversión, de deseo y de temor”. Lo sagrado produce “un estremecimiento de miedo y un impulso de amor”, como sostiene San Agustín que le provoca lo divino, “un elemento terrible y un elemento cautivador” (29 a 34).

            “Sin embargo –sigue Caillois–, si se orienta el análisis de la religión relacionándolo con esos límites extremos y antagónicos que representan bajo sus diversas formas la santidad y la condenación, lo esencial de sus funciones aparece enseguida determinado por un doble movimiento: la adquisición de la fuerza, la eliminación de la mancha [...] El terreno de lo profano se ha extendido y abarca ahora la casi totalidad de los asuntos humanos” (59).

“Sin embargo, a través de toda la historia religiosa, la noción de lo sagrado conserva una individualidad bien señalada que le confiere una unidad indiscutible, por muy diversas que aparezcan, desde la más primitiva a la más elaborada, las civilizaciones en las que se las confirma, y por muy reducida que se presente su esfera de influencia en la existencia moderna. Continúa oponiendo el camino, la verdad y la vida, a otras potencias que corrompen el ser en todos los sentidos del vocablo, que lo inducen a la desesperanza y lo destinan a la perdición; pero, al mismo tiempo, manifiesta la connivencia esencial frente a lo que conserva, lo que exalta y lo que arruina. Lo profano es el mundo de la comodidad y la seguridad.”

Lo que pertenece a lo sagrado se reserva en exclusividad para quienes participan de un mismo sentimiento. En un principio, los “víveres necesarios a su subsistencia, las mujeres necesarias a su reproducción, las víctimas humanas para sus sacrificios, los servicios ceremoniales o funerarios necesarios a su buen funcionamiento” (79). Fuera de ese círculo queda lo profano y todo lo que atenta contra tal exclusividad conduce al sacrilegio (88). De ahí que se establezcan múltiples prohibiciones y también que se implante un sentimiento de solidaridad (87).

La oposición a esta exclusividad tribal es lo profano. “Lo que es sacrílego para uno es regla santa para el otro” (103). “La virtud consiste en permanecer dentro del orden, en quedarse en su sitio, en no rebasar el lote asignado, en mantenerse dentro de lo permitido, en no disponer de lo prohibido” (106). A esta condición emergente de lo prohibido se antepone la fiesta, “una exaltación que se agota en gritos y gestos, que incita a abandonarse sin traba a los impulsos más irreflexivos. Incluso hoy, en que, sin embargo, las fiestas empobrecidas resaltan bien poco sobre el fondo grisáceo que constituye la monotonía de la vida ordinaria, y aparecen en ella dispersas, diseminadas, casi estancadas, se distinguen todavía en sus manifestaciones algunos pobres vestigios del desencadenamiento colectivo que caracteriza las antiguas francachelas” (110).

La fiesta sigue vigente y lo sagrado ha evolucionado por fuera de las religiones. El sentimiento de lo sagrado y el sentimiento de solidaridad permanecen inermes dentro de las “tribus” y “fratrías” actuales, es decir, dentro de las parcialidades, minorías mayores, colectividades de toda índole, territoriales, ideológicas, religiosas, deportivas, políticas y socioeconómicas. Hoy quizá más que nunca se confirma el carácter endémico de unos sentimientos que rebasan la esfera de las religiones y que se comprueban según manifestaciones que, si bien han cambiado de formato, responden a una misma naturaleza histórica.

 

FINAL

 

“He dicho que la religión, en este sentido lato de la necesidad de un sistema de orientación, es propia de todos los hombres, en una u otra forma. Ahora quiero añadir que la elección no está entre religión o no religión, en este sentido lato. La elección está solo entre una religión buena o una religión mala, o entre una religión mejor y otra peor. Dicho de otro modo, todos somos idealistas, todos nos vemos empujados por ciertos motivos aparte de nuestro propio interés, y este idealismo es la mayor bendición, pero también es la peor maldición.” 

(Fromm, 34)

 

Teólogos, filósofos y psicólogos admiten la presencia en todos los hombres de un sentimiento que es el que habitualmente se atribuye a quienes profesan la fe religiosa revelada. De acuerdo a la teología paulina, “el Espíritu se nos ha dado, está –habita– en nosotros”, lo que se verifica en las Epístolas a los romanos, a los corintios, a los gálatas, a los efesios, etcétera (Rahner, T. I, 350). Por otra parte, y aunque el hombre actual sea racionalista en el ámbito del mundo, “no quiere decir que sea sin más un racionalista. Lo es menos que sus antepasados espirituales de los siglos XVIII y XIX. Sospecha y reverencia lo inexpresable y sin-nombre. Pero precisamente por eso, una dogmática complicada le parece que sabe demasiado, que es demasiado lista y racionalista, le resulta excesivamente dogmática y positivista.” (Rahner, T. IV, 54).

            De acuerdo a Lutero, la interpretación del cuerpo religioso no depende de la escritura sino de la voz. Se comprende de acuerdo a lo que se oye y no de acuerdo a lo que se entiende o llega del intelecto. “Es decisivo el carácter de acontecer, o sea, el carácter verbal, y con ello la destinación o kerigma. Y desde este punto de vista, también está dado previamente el hombre como oyente. Si abstraemos del hombre que oye, los textos caen en el vacío.” (Heidegger, “Heidegger sobre Lutero”, protocolo de 1961 del seminario de Gerhard Ebeling, en Bultmann-Heidegger, Correspondencia, 337).

            “Según Jung, hay en mí un algo, un ‛ello’, religioso, no es que ‛yo’ sea religioso; ‛ello’, ese algo, me impulsa por tanto hacia Dios, no soy yo quien se decide por Dios. En Jung, en efecto, la religiosidad inconsciente está ligada a arquetipos religiosos y por ende a elementos del inconsciente arcaico o colectivo. Pero la religiosidad inconsciente se halla muy lejos de representar para Jung una decisión personal del hombre; más bien es un suceso colectivo, típico, incluso arquetípico del hombre. Nosotros, por el contrario, opinamos que precisamente la religiosidad no podría originarse en ningún inconsciente colectivo por pertenecer a las decisiones personales y propias del yo;” (Frankl, 70).

            Algunos teólogos, como Rudolf Otto, opinan que existe en el hombre una “predisposición” original hacia lo religioso que considera en términos de sentimiento religioso. El humano vendría a este mundo munido ya con esta predisposición, como vendría con la de supervivencia o con el miedo ante el peligro. “A esta fuente, nosotros la llamamos disposición latente del espíritu humano, que se despierta y mueve por estímulos. Nadie que haya penetrado con serio propósito en la psicología religiosa puede negar que en algunos individuos se dan semejantes disposiciones naturales, y con ellas predisposiciones y propensiones a la religión, las cuales espontáneamente pueden convertirse en tentativas y presentimientos instintivos, en inquietos tanteos, en deseos vehementes, en un instinto religioso que sólo halla sosiego cuando se ha hecho claro a sí mismo y ha encontrado su meta.” (Otto, 222)

Sin embargo, en tanto se hable de un sentimiento original de tipo religioso, la religión tendría que haberlo suscitado, lo que no habría sido posible antes de haber sido instituida religión alguna. Es preciso distinguir entre la predisposición a sentir lo trascendente y la predisposición a sentir lo religioso. El sentimiento de religiosidad, pues, sería ese sentimiento para el cual no habría conciencia de Dios ni de dioses, semidioses, ídolos o númenes de algún tipo.

 

 

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SILVA GARCÍA, Mario. “Siento, luego soy”, Montevideo, revista “relaciones” Nº 5, octubre de 1984.

 

 

 

Agosto de 2024


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