Un país puede prosperar si, por alguna vía y de alguna manera, se empeña en mejorar la cultura de las personas que lo habitan. Supóngase que el panorama cultural se define en las siguientes caracterizaciones:
Primero, una cultura general de formación básica e integral como puede corresponder a la adquirida mediante educación media, mejorada y aumentada por cada individuo.
Segundo, una cultura especializada en profesiones, oficios, capacidades del tipo que fuera, científico, artístico, tecnológico, etcétera.
Tercero, una cultura general de formación básica, como la primera, acompañada de una cultura especializada, como la segunda.
Cuarto, carencia total de estas clases de cultura, aunque exista una cultura individual natural, de carácter autodidacta o heredada (familia, tradición, religión, ideología), sin cultura general y especializada por vía de la educación formal.
¿Qué papel jugaría este panorama cultural ante la posibilidad de que el país prosperase? Por cierto, dependería de factores casi inanalizables o que solo podría registrar una estadística no del todo confiable y algo tosca. Pues habría que tener en cuenta la cantidad de personas pertenecientes a cada una de las tres primeras caracterizaciones, la calidad del tipo de cultura correspondiente, la importancia de cada una de ellas en el contexto general, los énfasis puestos, los apoyos para que mejoren y se generalicen, y otros factores como el grado de estabilidad social y económica, la equidad en los accesos a esas culturas, etcétera, etcétera.
Es más que obvio que se necesitan todas, incluso la caracterización cuarta. No se sabe qué podría hacer un país con ciudadanos formados solo en la cultura general, por amplia y exquisita que pudiera ser, desprovista de un saber práctico capaz de hacer, crear e inventar artefactos y artilugios, de hacer negocios, invertir, vender, comprar e innovar. Tampoco se sabe qué podría hacer un país con solo ciudadanos expertos en determinadas especializaciones, desprovistos de un conocimiento de fondo, de una visión amplia del mundo y la vida como la que se corresponde con la cultura general. A primera vista, parece que solo la tercera caracterización garantizaría el progreso, entendiendo por progreso aquella derivación de todas las actividades en conjunto que asegurarían la convivencia en paz, la salud, la educación, una economía en ascenso y que pudiera satisfacer todas las aspiraciones colectivas, afanes y deseos más destacados.
Pero, ¿qué puede hacer un país, por alguna vía y de alguna manera, para que prospere la tercera caracterización cultural? En el abanico de las responsabilidades sociales, políticas, económicas, sanitarias, sociales, educativas, ¿a cuál le corresponde la responsabilidad más que a ninguna? Estamos seguros de que todos convendrían en elegir al Estado como principal responsable, especialmente a su esfera ejecutiva, que es la encargada de llevar a la práctica las leyes y de consagrar en los hechos las aspiraciones colectivas. Está a cargo de la educación pública, el control de la privada, lo que equivale a tener en sus manos la herramienta para impulsar la cultura general de acuerdo a los programas escolares y de educación media, y de facilitar la educación especializada a través de las universidades de profesiones liberales y del trabajo.
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No hay duda de que la alternativa es la tercera caracterización. Ahora bien, qué podría el Estado sin el empeño de cada uno de sus beneficiados en el orden de la cultura, de la educación y de todas las vías, instituciones, organismos, ministerios, empresas que de una manera u otra implican la necesidad de cultivar la cultura, inducirla y aplicarla en sus respectivas actividades y misiones sociales. Si se desea conocer la verdad última, la respuesta a esta pregunta crucial, no hay otro camino que aceptar que no podría hacer nada, incluso, absolutamente nada. Sin que exista el mismo empeño del Estado en cada persona, en cada ciudadano culto o inculto, sabio, profesional, obrero, comerciante, lo que sea, el Estado no podría hacer nada definitivo, nada que no terminase en un gasto inútil y en una formalidad sustentada en el vacío.
¿Es pues el individuo bien formado en lo general y también en una especialidad concreta el ideal? ¿En eso consistiría todo el ideal? Se debe saber que no, que no alcanza. No alcanza con aquel que ha hecho de su persona la fuente de todo conocimiento, que por esa virtud ha sido reconocido y laureado, y tampoco con quien ha hecho de su especialidad un portento, una actividad exitosa, prestigiosa e influyente. Únanse esas dos grandiosas facultades y, a la larga, se descubrirá que tampoco alcanza. Por bajo estas caracterizaciones culturales yace una verdad incontrovertible, no siempre destacada. Se trata de lo que ha hecho de por sí la conciencia y la voluntad del individuo, algo de lo que hemos descrito en el renglón cuarto de las caracterizaciones. Algo que depende solo de la iniciativa interior y de la voluntad independiente, ajena a las asociaciones socioeconómicas de las culturas general, especializada y combinada.
No habrá prosperidad si no hay personas que quieran prosperar, con o sin cultura formal. Más, incluso, no habrá cultura. Porque la cultura que hemos caracterizado hasta ahora es de la clase de las culturas sociales, de orden colectivo, adquiridas o suministradas, avaladas, reconocidas, tuteladas. Sin embargo, cuando se habla de cultura humana se habla de algo más de lo que puede constituirse en ley, en persona o en profesión jurídica: es la cultura que llamaremos natural y que se ha llamado superior desde hace mucho tiempo atrás. Quizá no es superior sino la que engloba a todas las otras y cuya representación cabal es la misma persona que la posee. No se debería decir que la posee, sino que es lo que hace a la persona.
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Aunque no lo parezca, las culturas general y especializada sin la cultura natural no nos ponen en la pista de la prosperidad. Hay una prosperidad espiritual que parece ser condición de la prosperidad material, si hablamos de la posibilidad de prosperar de un país y no de unos pocos especuladores multimillonarios. No son estos quienes determinan la prosperidad general, sino la de unos también pocos. No se conoce cultura material que conduzca sin obstáculos a la espiritual; se conoce, sí, toda clase de planos materiales, condiciones de nacimiento, infancia, juventud, facilidades económicas y relaciones sociales, estupendos centros de formación, educación y especialización que ponen al alcance de la mano todas las culturas, e incluso pueden inducir la cultura natural. Pero esta cultura natural no se adquiere y solo se obtiene por obra de sí misma.
De modo que un país puede prosperar solo si hay una voluntad general de autoformarse, además de todo lo que se pueda recibir por parte de los beneficios del Estado, cuya historia en este sentido es una historia, al menos en nuestro país, se diría maravillosa y hasta heroica. Solo si hay algo natural en cada uno que puje por superarse, por mejorar lo que ya es, en todos los sentidos comprometidos con la sociedad (y no solo consigo mismo o un pequeño grupo), habrá prosperidad general. Aquella concepción según la cual la cultura adquirida es el secreto de la felicidad colectiva, sin ser una falsedad, hoy descubrimos que no es nada más que el reflejo de la verdadera concepción de la cultura. El reflejo de un querer general y natural que sustenta el ideal promisorio de un país.
Febrero de 2022
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