La relatividad nos enseña que no hay puntos de referencia fijos en el universo y que, si los hay, son sólo aquellos que pueda representar un observador que necesita vincular cosas o hechos entre sí o consigo mismo o respecto a otros observadores. Se interponen a la observación dos grandes dimensiones, las del espacio y el tiempo. Toda vez que el observador, ante el cual se interpone el espacio y el tiempo, quiera comprender lo que observa, descifrarlo, vincularlo con algo, relacionarlo o compararlo con otra cosa, estará ubicado en un punto de referencia sólo relativo a él mismo, pues no es ningún punto fijo en el universo.
El observador está, como está todo lo que se conoce, sujeto a que estas dos dimensiones lo interfieran, no sólo en lo que ve, oye, toca, etcétera, sino también en lo que piensa, calcula, siente interiormente, estima, juzga. En el conocimiento se interpone el tiempo; en comprender, en saber se interpone el tiempo. Por supuesto, también en recordar, recrear una situación pasada, añorar y sentir nostalgia, recrear una vivencia pasada en ocasiones presentes. El tiempo nos estructura y estamos siempre yendo y viniendo mentalmente desde anteriores a actuales estados de conciencia y de los actuales a los anteriores.
Hay quien afirma que nunca hay una “primera vez” y que todo es repetición con diferencias, se diría un círculo trazado por múltiples experiencias de vida que vuelven a presentarse bajo otras circunstancias y con algunos cambios. Y quien afirma que nada se repite y que todo es por “primera vez”, que todo vuelve a empezar una y otra vez bajo vestimentas distintas y condiciones diferentes. Lo que sí se repetiría sería la “vez”, algo que no sabemos qué es pero que nos indica que algo se repite o que algo surge y no es repetición.
Nada sabemos con total claridad al respecto y sólo es posible admitir que la inteligencia posee variedad de recursos, instrumentos, resortes, algoritmos, toda clase de medios como inferencias e intuiciones que posibilitan su funcionamiento y permanente desarrollo. Dentro de ese cuadro multicolor se encuentra el que nos sugiere el cambio y el que nos sugiere lo mismo, lo diferente y lo idéntico, lo original y la copia. Y lo más curioso es que dentro de la repetición viene lo nuevo, o lo nuevo dentro de la repetición. Dentro del esquema general de la vida, nacimiento, desarrollo, reproducción, muerte, encontramos esas dos caras del tiempo: una que es la misma y una que es otra, pero ambas fundidas en una sola expresión.
A esta expresión que resulta de lo que nos parece único o nos parece igual ¿cómo la llamamos? No es una cosa ni un hecho y, aunque lo registramos mentalmente, no podemos decir que sea un fenómeno psíquico como es una idea, un concepto, una imagen, un sentimiento, un recuerdo. ¿Cómo llamar a esta “cosa”? Tiene dos nombres provisorios, repetición y diferencia; pero que vengan juntas no tiene nombre. Obsérvese que tienen nombres en tanto singularidades, por ejemplo, “lluvia”, “tren”, lo que nos permite decir “volvió a llover” o “ha pasado el tren”, simples repeticiones. O, por ejemplo, “Beethoven”, lo que nos permite decir “Beethoven nació en Bonn”, lo que no es repetición de nada, u “11 de setiembre”, que es un infeliz hecho que no tiene antecedente comparable. Podemos decir que a veces los hechos se repiten o que a veces son únicos o irrepetibles, pero nos los nombramos.
Algo permite referirnos a ellos, pero no tiene nombre y solamente es posible señalarlo mediante nombres genéricos: ocasión, vez, caso, oportunidad, trance, etcétera. No son exactamente deícticos, es decir, palabras que adquieren su significado en el contexto: aquí, allí, allá, acá, esto, aquello, etcétera, palabras con las que nos manifestamos respecto a lo que en general se trata de lugares, puntos del espacio u otros significados del contexto. Tampoco se trata de expresiones a las que el contexto suministra significado en el tiempo: ahora, ayer, mañana, dentro de un rato, tiempo atrás.
Estas otras palabras o nombres, como la palabra “vez”, no se refieren al tiempo, exactamente, sino a experiencias vividas. No experiencias vividas en momentos, horas, días o años determinados, sino a experiencias cualesquiera cuya fecha no importa. Con esta palabra se refieren hechos indeterminados ocurridos en tiempos también indeterminados; hechos y tiempos cualesquiera: “cierta vez vi un aerolito”, “había una vez un rey”, “cada vez que miro surge algo nuevo”, etcétera. Puede adquirir un sentido determinado, por ejemplo, en “la primera vez que te vi” o “ya te llegará la vez”.
CORRER EL VELO
El tiempo corre un velo con el que oculta ciertas fronteras que separan o unen los hechos, los momentos, las ocasiones, y apenas se nota. Pero, ¿qué oculta el tiempo? Podríamos decir que el tiempo oculta todo, salvo lo que nos muestra en su instantáneo presente; porque antes de él no existe nada y todo pertenece al futuro, y después todo al pasado. También podríamos decir que el tiempo se oculta a sí mismo “al pasar”, que se deja ver solo en uno de los infinitos instantes a través de los cuales “transcurre”. En tal caso el tiempo para nosotros es un móvil invisible, inaudible, intocable que pasa por o ante nosotros, o que transita con nosotros, llevándonos y siguiendo una dirección que va desde el antes al ahora y desde el ahora al después. A decir verdad, tampoco se deja ver en ese instante brevísimo en el que suponemos que siempre estamos y que la realidad toda se mete en él, en ese pequeño hueco que es la presencia o el presente.
Los diferentes tiempos, pues, no son dimensiones, porque las dimensiones tienen fronteras perceptibles, como las del espacio, extensiones los objetos, lugares el planeta, capas el aire, etcétera. Las fronteras del tiempo son invisibles, imperceptibles, y, en consecuencia, abstractas, conceptuales o imaginarias. Son ideas que hemos concebido para atribuirlas a las cosas y a los hechos: según hemos establecido, pertenecen al tiempo porque aparecen y desaparecen, nacen y mueren, se desgastan y se aniquilan. Sin embargo, admitimos que, si bien el presente es solamente un chispazo, las cosas duran un tiempo, cada hecho tiene una permanencia en tanto comienza y se desarrolla, aunque al fin desaparezca. El mismo fin es una parte del tiempo que genera otra parte visible o invisible.
Si algo no durara al menos un segundo y no permaneciera igual o semejante a sí mismo al menos durante ese breve lapso, y si no pudiera llenarse de existencia y sobresalir al menos mediante un mínimo volumen, ese algo no sería nada. Sabemos que todo se manifiesta e, incluso y si seguimos el esquema “nace, se desarrolla y muere”, quiere manifestarse, buscar lo primero de todo lo que existe: el ser, lo que hace la diferencia respecto a la nada o no-ser. Todo parece necesitar manifestarse en un continuo para identificarse como ser, y en una contigüidad, para reunirse sin confusiones en una unidad propia, lo que hace la diferencia respecto a lo-otro. Todo necesita ser y necesita la identidad de ser algo específico; necesita que se le reconozca en la diversidad y mostrarse como una cosa más en la cantidad y como una sola en la cualidad. Ser y necesitar son una misma cosa.
Quizá no haya nada que necesite algo, quizá sólo nos parece a nosotros que todo necesita y quiere ser algo, porque nos acomodamos a todo de por sí, sin querer nada y aun sin hacer nada, como si fuéramos agua. Sin embargo, sea que nos parezca o que interpretamos de la manera que podemos, todo necesita ser y necesita identidad. Es verdad que “necesitar” es algo demasiado vago para aplicarse, por ejemplo, a una montaña o a la Luna. Pero, la naturaleza, para ser como parece ser, necesita muchas cosas. Una tormenta, la calidez del verano, un ecosistema, una estrella, lo que sea, necesita algo para ser lo que es, tiene necesidades como tienen los seres vivos, aunque no se llamen necesidades sino causas, condiciones, orígenes, elementos desencadenantes y procedencias. Sin cumplir con condiciones nada sería lo que es y, aunque conservaría la condición de ser, pues de todos modos sería algo, átomos, moléculas, partículas o lo que sea, sin embargo, perdería la identidad.
DESCORRER EL VELO
Y, si necesita algo, es porque carece de ello, y si carece de ello es porque lo que necesita no está en sí mismo y está en otro lado o en otro momento, antes o después, a la mano o a la distancia. Muchos fenómenos naturales proceden de modo de procurarse lo que en sí no tienen, agua una planta, calor un animal, alimento una persona. El agua, el calor, el alimento están en lo que parece ser un momento anterior o un más allá del momento. Es difícil traducir esta descripción al universo inanimado, pero existe un sistema de satisfacción de necesidades que parece regir todo, el día y la noche, los meses y los años, el viento, la lluvia, las estaciones, la corteza terrestre, el aire, las cosechas, los alumbramientos, las muertes.
Ser es necesitar, decimos, y necesitar es ser, y esta co-implicación se vincula a un tercer término importante. Si pensamos en “ser”, a secas, así como se oye, es posible entender de primera a lo que se refiere. Ser es ser, sea lo que sea; ser un viviente (ser vivo), un humano (ser humano), una roca, una estrella (seres inorgánicos). Pero “necesitar” es algo más difícil de entender: es preciso especificar el sujeto, qué o quién necesita, y además qué necesita. ¿Qué es lo que se necesita? ¿Quién necesita? ¿Qué es ese algo que se necesita? La pregunta es esencial para toda necesidad, para todo querer, para todo afán de obtener lo que no se posee y es imprescindible.
De más está decir que por encima de todo se destaca la pregunta ¿quién?, aun para el caso de que no fuera un ser humano o un ser vivo o un objeto o una cosa aquello de que se hablara. ¿Es Dios el que necesita? ¿Se trata de una necesidad suprema y primera? ¿Es aquello de lo que hay que hablar tratándose de un asunto de esta clase? También Dios es algo indeterminado, eterno e infinito, no importa exactamente qué, pues lo que importa de Dios está todo incluido en su nombre. Cada vez que se dice “si Dios quiere” o “Dios mediante”, el solo nombre ya refiere todo el sentido.
La necesidad primera no está en el espacio y el tiempo, no antes o después, a la mano o fuera de alcance. Pues, si lo estuviera ya no sería primera, necesidad primera, sino otra clase de aspiración, deseo, pulsión, pasión vinculada a los condicionantes de la vida humana o de la existencia inorgánica. Nos parece que, antes de convertirse en realidad, el ser y el necesitar han tenido que no ser, que ser nada. Estamos peleados con lo infinito y con lo eterno; para nosotros todo empieza y termina, alguna vez o en algún lado. ¿Qué es lo que más necesita ser? La nada es, en el universo, lo que más necesita, sea lo que fuere, pues todo lo existente ya es, al menos tiene existencia. Se ha dicho que el universo “tiende hacia algo” (Durkheim) y que se debe a que “le falta algo”, esto es, que necesita algo. De lo que se derivaría que el universo es el curso de una satisfacción básica que marcha hacia alguna forma de satisfacción última y que no está dentro del poder de imaginación del hombre. Y quizá por eso no es posible concebir el estado de equilibrio necesario para que la humanidad viva en paz.
Una necesidad desconocida impulsa a ser, y, para el ser humano, esa necesidad impulsa en tanto las coordenadas del espacio y el tiempo le transmiten aquello de que solo disponen: más necesidad, esa condición por la que el universo se mueve, o componente de que está lleno. Así, la necesidad es la verdadera naturaleza humana, y, desde que se manifiesta en todos los sentidos y dimensiones, no puede reducirse y es de una sola cara, como la cinta de Moebius; es física, espiritual, moral, económica, social, etcétera. La pregunta, pues, no es más que una respuesta, o, dicho de otro modo, lo que hay —el universo— es la única respuesta. La pregunta parece no ser propia del hombre, porque el hombre forma parte de toda respuesta. Preguntar es caer en un vacío, en la nada.
Si no tenemos respuestas, si no “vemos” las respuestas con claridad, es porque están en nosotros, no porque sean remotas o estén fuera de nuestro alcance. No se esconden, escapan o cruzan fronteras y límites inalcanzables. Vemos el todo que está más lejos, pero el todo es confuso; y es más fácil apreciar lo confuso que lo nítido y claro; es más fácil divisar lo que está lejos que ver lo que está cerca y que, por estar cerca o en nosotros, nosotros mismos ocultamos. Desde que toda pregunta es necesariamente preámbulo de toda respuesta, se levanta una frontera que las separa, un límite que a veces parece insignificante y a veces enorme. La separación es puro suspenso, interrupción con esperanza en el conocimiento, en el saber, en el recibir explicaciones, descripciones, informaciones determinadas, imágenes, representaciones, sentimientos de satisfacción por conseguir la solución de un problema. Le llamamos tiempo y suponemos que tiene que ser algo, o estar en algún lugar o pasar por donde estamos. Nace así una famosa propiedad del pensamiento y de la inteligencia: la espera, es decir, la reducción del espíritu a la condición de que algo pase (es el misterio que envuelve toda la novela de Robert Musil, El hombre sin atributos: “tiene que pasar algo”).
En verdad, no se trata de que pase o transcurra algo sino de que algo cambie. Es el corte entre la pregunta y la respuesta que genera suspenso, inquieto o sereno, esperanzado o desesperanzado. Carecemos de respuestas nítidas para rendir cuenta del universo, el mundo y la vida, pero poseemos la facultad de crear comos: es bella como una rosa, se mueve como el río, llora como una Magdalena, hemos sido concebidos a la hechura de Dios. Con estas comparaciones damos cuenta de casi todo lo que existe y está ante nosotros. El tiempo y el espacio parecen así rendirse ante la inmanencia del como humano, el mundo como un espacio y sus cambios como el tiempo. Las preguntas parecen disiparse como se disipa la niebla al levantarse el sol por la mañana.
¿Qué es lo que nos parece, o, qué aparece? Lo necesario, nada más que lo necesario; siempre se sabe qué es lo necesario. No aparecen respuestas ya dadas ni soluciones perfectas ni señales que indiquen un camino que conduzca a ellas, y sólo aparece aquello necesario para indicar que hay que hacer algo, que tiene que pasar algo. Por el fondo, pues, ya no hay dónde ni cuándo, y se es en lo que se es de una sola vez, sin lugares ni momentos, sin pasados ni presentes: en una sola versión del ser.
De una vez se cuenta con todas las veces en que se ha estado y en que se ha sido, por lo que se dispone de lo necesario para satisfacer lo necesario. Necesitar, pues, nos ha llevado a descubrir lo que es difícil advertir por ser tan natural como respirar, aquello que hacemos para enfrentar el diario vivir, que es un necesitar y querer, la tarea de zanjar un pequeño o un gran problema a cada paso, de preguntar y responder, aunque espontánea y automáticamente. Vivir es necesitar algo, y necesitar algo produce el querer, otra forma de llamar a la necesidad, el querer alcanzar lo que se necesita. Y querer es connatural al ser humano, pues es una criatura que quiere siempre, aunque no se trate de querer algo en concreto: ser es necesitar, y vivir es querer.
¿Cómo damos con las respuestas? Allí donde y cuando somos, que es ahora y aquí, están todos los puntos de referencia de que disponemos y que nos ayudan a encontrarlas. Así como inventamos puntos de referencia para comprobar el movimiento de un objeto fijándonos en otro, en el cielo nocturno, por ejemplo, comprobamos la pertinencia de una idea fijándonos en otra, de una teoría, de un cálculo, de una probabilidad. Sólo que desconfiamos de la fijeza y de la absolutez de los puntos. Pero ya no hay lugares ni tiempos sino búsquedas que generan suspensos, esperas, así como impaciencias, variedad de comos que encajan o no encajan, que vienen bien o mal para responder las preguntas y satisfacer la necesidad de querer comprender. Es una dimensión abstracta que, en el mundo espaciotemporal, se refleja como gozos o sinsabores, éxitos o fracasos. Pero, dentro, es sólo actividad neural en la que el tiempo y el espacio ya no se interponen ni inficionan el pensamiento.
APARECER LO NECESARIO
Advertimos que el mundo nos gasta una broma: exige que nos complementemos con él, lo que nos resulta del todo ventajoso porque de él obtenemos lo necesario parar ser (aunque, en este sentido, no nos complementamos como deberíamos). Nos valemos de un sistema de respuestas viciado de referencias fijas, como las del cielo nocturno, pero no son fijas. Ponemos las ideas en movimiento, las dotamos de energía (idea poderosa), las relacionamos con la gravedad (idea de peso), les imprimimos velocidad (pensamiento rápido), aceleración (ideas repentinas), apelemos a las nociones de inercia (idea muerta, idea en curso) y hasta de volumen (grandiosa idea) ¡y sin que nos demos cuenta! Pero no tienen nada de lo que sólo corresponde al espacio y al tiempo.
Enseguida nos interceptan el cuándo y el dónde, fechas, nombres, épocas, comparaciones, estados referenciados entre sí, historias, antecedentes, puntos fijos por donde se mire, que en verdad no son fijos. Relacionamos las ideas como relacionamos los objetos sensibles. Y en ninguno de los casos nos salvamos de asociar cuestiones que están modificándose, cambiando, alterando de una manera importante la relación que las une. Y las explicamos diciéndonos que pasa el tiempo o que lo que cambia es el espacio. Llegamos a decir, por ejemplo, “Es en el pensamiento de Fulano donde se encuentra la verdad”, y decimos “donde”, como si el pensamiento fuera un lugar. Y también “Ha llegado el momento esperado”, como si lo esperado fuera el momento.
De esta manera se da paso a una metaforización perjudicial para la salud del conocimiento. Lo que pensamos está en nosotros, aunque lo suscite una percepción o un pensamiento ajeno. Pero no es fijo ni es determinado, y está modificándose en torno a una pauta modélica, originaria o no, anterior o no, que bien puede ser el resultado de la fulguración de un grupo de células nerviosas del cerebro o neuronas, y de circuitos neurales que se organizan con motivo de una experiencia exitosa (para los fines específicos descriptibles en el espacio y el tiempo). Esta pauta es la que necesita algo, y no lo obtiene de ninguna otra pauta sino de sí misma, modificándose, reformulándose recursivamente, y también renaciendo o muriendo. Y, ¿qué es lo que necesita? Pues, justamente, no necesita nada, no necesita necesitar. Ese es el misterio del conocimiento, la pauta que configura la vicisitud de la experiencia. El disparo que la configura no necesita nada, por ser provisión natural y recurso autónomo del sistema nervioso humano.
La pregunta es, por lo tanto, una curva cerrada como la que traza la Tierra en torno al Sol. Su formulación nunca está fija en ninguno de los infinitos puntos de la curva y, al girar y dar una vuelta completa en torno a sí misma, jamás vuelve al punto en el cual se formuló. No hay preguntas fijas en ningún punto, y cada vez que se hace está en un lugar o en un tiempo diferente. Por lo que nunca es la misma pregunta. Y, si surgen diferentes respuestas a partir del momento o del lugar en la que se formula, cada una de ellas revestirá inevitables matices que revelarán diferentes lecturas, interpretaciones o sentidos. Se responderá en parte a la pregunta, y en parte no se responderá, pues ya se habrá modificado imperceptiblemente el alcance de lo que preguntaba. La misma pregunta, aunque sea la que establece el tema y los términos del asunto en cuestión, condiciona la respuesta. Por ejemplo, la pregunta “¿qué te parece?”, otorga más libertad para responder que la pregunta “¿te parece bien?” y todavía más que la pregunta “¿te parece bien o mal?”.
Puede parecer a quien responde algo distinto de lo que está bien o mal o de lo que es bueno o malo, de modo que la respuesta a la primera pregunta da más lugar, y más tiempo, mayores posibilidades de resolver y responder, de introducir temas y términos laterales que pueden enriquecer el mismo asunto. Por ejemplo, en vez de hacia el bien o el mal, la respuesta puede encaminarse respecto a lo lindo o lo feo, a lo verdadero o lo falso. Pueden encarase respuestas desde otros puntos de vista, si bien en muchos casos el asunto los descartará por tratarse de algo muy concreto. Lo que podría resultar algo fijo, no obstante, es que la respuesta más acertada puede llegar a ser aquella capaz de flexibilizarse lo suficiente como para modificar, aunque sea levemente, el asunto contenido en la pregunta. Si la respuesta es entendida de acuerdo a los recursos propios, que están sólo en quien responde y no necesita ir a buscar afuera, logrará ensanchar los espacios y los tiempos contenidos entre esos signos gráficos o fonéticos de la interrogación.
Porque no es la memoria, exactamente, ni el bagaje de contenidos aprendidos, ni el conocimiento adquirido, y ni siquiera la experiencia relativa a asuntos parecidos al de la pregunta, aquello que responde la pregunta, así como tampoco ciertas habilidades adquiridas que se prestarían por similitud y repetición a generar respuestas en forma expresa y automática. Es algo más complejo y que, el saber con frecuencia vela u oculta sin que nos demos cuenta. La sabiduría, que desde siempre se evoca como el nombre de una facultad única, la de brindar las mejores respuestas, parece fundarse sobre una roca todavía más sólida y firme que los conocimientos y los sentimientos. Parece fundarse en el poder de autogestionar todo eso, en elaborar (trabajar o amasar o armar el puzle), y sin mayores ayudas, la imagen que la pregunta imprime en la mente. Lo fijo o más o menos invariable es la forma de trabajar en cuanto a los contenidos de conciencia, en cuanto a los fenómenos. Pues éstos son impactados por la pregunta y pueden hacer saltar los “fusibles” neuronales, los esquemas mentales que están al acecho y prestos a intervenir para responder alocadamente.
Parece que, para responder, necesitamos tiempo; parece que necesitamos visitar otros espacios, algunos lugares y algunas épocas en que ya hemos experimentado inquietudes similares, involucrados en asuntos semejantes o tras la pista de temas, significados, problemas de la misma o parecida naturaleza. Pero la respuesta no surgirá, no se procesará desde ningún dónde ni desde ningún cuándo. Porque la mente no dispone de esas cosas; el sistema nervioso no procede como procede el mecánico, que va uniendo pieza por pieza, o como el médico, que va averiguando enfermedad por enfermedad, o el caminante, que va paso a paso o la costurera que va de puntada en puntada.
Sin restar importancia a todo esto, que en cantidad de casos intervendrá para dar con una respuesta adecuada, puesto que se corresponderá a su vez con una pregunta ya formulada, se advertirá que el círculo de la pregunta es muy distinto al círculo de la repetición y de los hábitos que la sugieren y facilitan su aplicación en la práctica o en la teoría. El círculo de la pregunta no dispone de antecedentes determinados, iguales o similares, sino de antecedentes indeterminados, al margen de la memoria, el registro, el recuerdo específico, todo aquello que pertenece al espacio y al tiempo. Dispone de una configuración neurológica elaborada en base a permanentes cambios impresos por la experiencia: como si dijéramos un circuito integrado o, más sencillamente, una red en la que se puede pescar toda clase de peces, grandes y chicos y de la clase que fuese.
Es lo único que se necesita para responder con acierto. Por lo que, volviendo al principio, la respuesta no nace, se desarrolla y muere, el conocimiento no nace, se desarrolla y muere, la sabiduría tampoco sigue este esquema universal con el cual se explica todo. Por el contrario, no nace: está allí; no se desarrolla: ya está desarrollado; y, aunque parezca absurdo, tampoco muere: ya está muerto al nacer y de él se utilizará sólo el cadáver. Pues, justamente, toda respuesta, todo saber es un producto que tiene que carecer de vida para poder prestar un servicio a la inteligencia. Si está vivo, está cambiando y, si está cambiando, entonces, tener conocimiento de algo es leer la hora en un reloj descompuesto, algo que se cree tener pero que ya no se tiene porque es otra cosa, que se cree compartir pero que ya no es posible porque ya no existe en los términos en que fue concebido. La respuesta más justa sólo se brinda como un plasma cargado de energía, pero fluctuante, modelable por que la recibe, plástica y más sugerente que precisa: un poco vaga. A veces, como las de Sócrates, circunloquios, a veces, como las de Jesús, parábolas, a veces metáforas, comparaciones, metonimias, verdaderas vaguedades.
Esa es la sabiduría, es decir, la capacidad de entrar correctamente al círculo de la pregunta. Pero, entiéndase que la física y la química, la biología y las demás ciencias experimentales, la matemática y la lógica, no son el mejor ejemplo de sabiduría, no entran, en tanto tales, en el círculo de la pregunta sino, más bien, en el de la respuesta. La filosofía es la que queda encerrada y quizá sin salida en el primer círculo, así como el resto de las disciplinas del hombre, las ciencias sociales y otras actividades que responden a sistemas de conceptos, prácticas, reglas y modalidades de pensamiento.
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