G-SJ5PK9E2MZ ENSAYOS: febrero 2022

martes, 15 de febrero de 2022

COMPORTAMIENTOS LÓGICOS


¿Qué quiere decir que una proposición implica otra proposición? ¿Cómo puede garantizarse que afirmar algo sobre una cosa implica afirmar lo mismo respecto a otra? Veamos un aspecto importante de la lógica formal, la implicación, y si le cabe algún papel cuando razonamos y exponemos argumentos en la vida corriente.

EL OBJETO DE LA LÓGICA

Las oraciones o afirmaciones del lenguaje corriente, con las cuales un predicado dice algo de un sujeto, en lógica se simplifican con letras mayúsculas, A, B, C, etc., o minúsculas p, q, r, y son llamadas proposiciones. Los lazos que pueden relacionar unas con otras es el objeto de estudio de la lógica proposicional: implicación, conjunción, disyunción y negación. Interesa a esta lógica, como a toda la lógica formal, establecer los valores de verdad o falsedad que se derivan de las posibles relaciones entre ellas, y lo hace mediante el cálculo lógico a través de una serie de pasos que, partiendo de un valor de verdad inicial, deriva otros hasta llegar a una conclusión, serie que se llama inferencia.

La lógica no se interesa en demostrar si una proposición o combinación de proposiciones es falsa o verdadera en la realidad, sino en el plano en que se expresa la realidad, es decir, en el del lenguaje. Pero no lo hace como la gramática o la lingüística sino valiéndose de un sistema de signos y reglas en el que, a partir de una proposición o combinación de proposiciones, puede derivarse otra proposición u otra combinación con un valor de verdad o falsedad determinado. En el plano del lenguaje corriente, por ejemplo, puede ser verdad que de “salió el sol” se derive la verdad de “es de día”, pues es una verdad comprobable sensiblemente y hasta intuible. Si la oración “salió el sol” es verdadera en la realidad, si verdaderamente salió el sol, entonces se pueden derivar de ella otras oraciones de tal modo que queden relacionadas entre sí, por ejemplo, “es de día”.

Para la lógica proposicional la verdad no depende de los sentidos ni de la intuición sino de cómo una proposición se deriva de otra o de otras a través de la inferencia, serie de pasos que se deducen unos de otros mediante el cálculo lógico. Una proposición, llámese A o B o C, es la formalización de cualquier expresión del lenguaje corriente, sin importar su significado, y se combinará con otra mediante nexos o juntores llamados “implicador”, “conjuntor”, “disyuntor” y “negador”, La lógica cuantificacional o de predicados es otra rama de la lógica formal que se ocupa de establecer los valores de verdad para todas o para al menos una de las proposiciones comprendidas en un cálculo. Aquí nos ocuparemos de la implicación en la lógica proposicional o lógica de juntores.

La verdad para la lógica es lo que se puede deducir o derivar de una proposición dada por verdadera; su objeto es establecer cómo llega a ser verdadera al relacionarse con otra o con otras. Si A es verdadera y A implica B, entonces B es verdadera y se escribe A → B. Se trata de una regla del cálculo proposicional. Pero si A es falsa, la implicación es falsa y B también es falsa, lo que supone otra regla del mismo cálculo.



UTILIDAD DE LA IMPLICACIÓN


Se ha dicho que la implicación es “la clave de bóveda de la lógica deductiva”, por lo que es interesante ver cómo funciona en el cálculo y, en particular, en la realidad en la que pensamos y nos comunicamos en cualquier clase de diálogo, intercambio de ideas, explicaciones, discusiones o debates. En primer lugar, es de aclarar que en el pensamiento corriente no se cumple a rajatabla con las reglas de la implicación. Cuando pensamos no nos atenemos a la lógica en sus formas de relacionar proposiciones. Sin embargo, si se trata de defender una idea o de pensar de manera seria y rigurosa, con chance de concluir algo en que podamos confiar, para saber a qué atenernos o para comunicar o convencer, en cierto grado nos aproximaremos al menos en parte a las reglas de la lógica.

Si A es una proposición no derivada de ninguna observación empírica, de ninguna percepción sensible, las reglas de la implicación se vuelven muy necesarias. Nos ayudan a evitar razonamientos incompletos o parcialmente verdaderos, porque no hay experiencia que pueda venir a ayudarnos, nada que puedan hacer los sentidos de la vista, el tacto, el oído. Nos veremos obligados a demostrar mediante el razonamiento la verdad de nuestras conclusiones. Por lo tanto, y aunque no tengamos conciencia de qué es lo que estamos haciendo mentalmente, habremos de caer en una implicación, introduciéndola o eliminándola, para concluir una proposición verdadera por su sola forma lógica.

El curso de cualquier clase de razonamiento no puede prescindir de estas mínimas exigencias cuando se dialoga o cuando se intercambian ideas, creencias, supuestos, convicciones, especialmente cuando se discute. Aplicamos esas reglas elementales, aunque en los hechos lo hagamos solo aproximándonos a ellas o de manera intuitiva y a veces subrepticia. Evitamos los más crasos errores y la falsedad de nuestras convicciones, porque queda al descubierto la ingenuidad lógica que puede gobernarnos. Se trata de atender cómo procedemos, cómo asociamos nuestras ideas para luego derivar de ellas algo concluyente. Por ejemplo, si deducimos B de A y A es falso, no tendremos salida exitosa. Si es falso que A implica B y concluimos B, no tendremos salida y caeremos en el error. Si defendemos una idea derivada de otra falsa, nuestra defensa fracasará. Se puede atribuir a la lógica el éxito o el fracaso para llegar a una conclusión verdadera, por lo que depende de la inferencia, de todo aquello que cumpla o no cumpla con las reglas del cálculo lógico en el solo plano conectivo, sintáctico, exclusivamente formal, sin interesar los contenidos o las realidades.



CÓMO SE ESCONDE UNA IMPLICACIÓN


La verdad física o empírica de A → B, por ejemplo, que sea verdad que “salió el sol” y que por tanto “es de día”, exige comprobar en los hechos que A es verdadera y también que B es verdadera. Para concluir que en la realidad la implicación es verdadera es necesario comprobarlo físicamente en cada uno de sus términos. En cambio, para establecer la verdad lógica de A → B basta con tener en cuenta que A es verdadera, porque para la lógica no es posible derivar una verdad de una falsedad. Esta propiedad lógica es sumamente importante.

Los significados de las palabras y oraciones pueden guardar una relación estrecha con la verdad. Es de suponer en la vida real que si es de día es porque salió el sol, pero de una suposición no se puede derivar una verdad o una falsedad lógica. Derivar la verdad de B de la verdad de A no es para la lógica una comprobación empírica ni una suposición cualquiera, sino el resultado de una inferencia formal, es decir, de un cálculo lógico. En la vida corriente las expresiones sobre la realidad se pierden un poco en el plano del lenguaje, algo de su vínculo con la realidad, de manera que la información sobre la verdad o la falsedad física (si un hecho es real o no), expresada en el lenguaje corriente, en su sistema de relacionamiento gramatical, empieza a debilitarse. Hasta que deja de corresponderse con esa realidad que quiere describir o en la que se inspira para emitir juicios de valor y opiniones.

Esa dificultad quiere evitar la lógica, una ciencia no de la realidad que puede vivirse o experimentarse, hecha de teorías sobre la realidad, como la física. Solo propone una forma de estudiar las expresiones sobre la realidad, una metaciencia que estudia la forma en que se relacionan los enunciados que describen, sirven al razonamiento o a la especulación, incluso se expiden subjetivamente acerca de la realidad, la naturaleza inanimada, la vida en general y la vida humana en particular. Existen dos clases de ciencias que no hablan de las cosas ni de los seres en cuanto entidades reales: la lógica y la matemática, a las que se podría agregar la computación y la inteligencia artificial que se sirven de las dos primeras.

La lógica estudia la verdad y la falsedad, y los grados intermedios entre la verdad y la falsedad, de las proposiciones, fuesen de la ciencia o del lenguaje corriente. La matemática no estudia, como la lógica, la verdad o la falsedad que pueda derivarse del relacionamiento entre proposiciones. Estudia cantidades que se derivan de otras cantidades, en forma numérica o en forma algebraica, cualesquiera sean en la realidad física. No importa a qué se refieren por sus cualidades sino por cuántas son o por cómo se suman, restan, dividen, multiplican y un largo etcétera. La lógica y la matemática se apoyan en ciertos fundamentos básicos o evidencias, principios que rigen el cálculo y que no requieren demostración. Se llaman axiomas, por lo que son ciencias axiomáticas, término que proviene del griego axios, es decir, lo que “parece digno, justo”, “lo que parece digno de ser estimado, creído o valorado”; Aristóteles lo define como “lo que se impone inmediatamente al espíritu y que es indispensable”.

El axioma, pues, se funda en lo que parece, en lo que por su utilidad para el cálculo es admitido y aceptado por todos como verdad que no necesita demostración. Se puede decir que los axiomas son proposiciones verdaderas que no se derivan de ninguna otra, una especie de dogmas de la ciencia. Se diferencian de los postulados porque estos deben someterse a prueba para ser considerados válidos. El carácter intuitivo e indiscutible de los axiomas, por ejemplo, del supuesto según el cual existe el vacío absoluto, es algo que hoy día ya no cuenta. El carácter axiomático lo da la formalización, por lo que las ciencias axiomáticas son las ciencias que responden a la posibilidad de formalizar sus enunciados, como la lógica. Lo axiomático se concibe en la metalógica actual como lo simplemente hipotético.

Por cierto, en el trato corriente entre las personas, entre hablantes o interlocutores, se filtran ciertos dogmas que, si bien no fungen como formalización alguna, se caracterizan por servir de sustento a muchas expresiones, argumentos e incluso teorías sobre diversos temas y problemas. Sin que se tenga plena conciencia de ello, en la realidad se forma una red fantasma de hipótesis sin demostrar y que nadie pide que se demuestren mediante cálculo alguno. Esa red se infiltra subliminalmente en el pensamiento.


NACIMIENTO Y MUERTE DE UN AXIOMA

Los sentidos nos informan que algo ofrece resistencia al ser tocado, presionado o golpeado, y que por tanto estamos en presencia de un sólido. De este hecho nace la idea de cuerpo, es decir, algo que reviste la cualidad de la extensión y, con esa cualidad, la de límite, resistencia, masa, movimiento. La implicación “si hay resistencia al tacto, entonces hay cuerpo” se vuelve ejemplar, porque se convierte en un principio que solo se demuestra tocando algo y comprobando si ofrece o no ofrece resistencia. Así se concluye que una piedra ofrece resistencia y que, por tanto, es un cuerpo. No parece que el aire ofrezca la misma resistencia, por lo que “deducimos” que no es un cuerpo. Estamos favoreciendo el nacimiento de una especie de axioma o verdad que no es posible demostrar, pero que sirve para explicar algo, aunque lo haga de manera errónea.

Si hay resistencia, hay cuerpo; si no la hay, no hay cuerpo. Surge la diferencia entre cuerpos y ausencia de cuerpos, o sea, la idea de vacío. El cuerpo tiene que estar en algún lugar, y este lugar tiene que estar vacío para que pueda ser ocupado por un cuerpo. Así, surge la idea de espacio vacío, otra especie de axioma. No es necesario seguir con esta narración, porque hoy se sabe que no hay tal espacio vacío, que donde se quiera buscar se encontrará alguna manifestación de la energía, siquiera una partícula subatómica, un fotón, una emisión cósmica, es decir, algo que impedirá concebir el vacío absoluto.

Resultará que, aunque no parezca oponer resistencia al tacto, el aire es un cuerpo, como lo es la piedra. Y que todo cuerpo ocupe un lugar en el espacio deja de ser o de parecerse a un axioma cuando se descubre que los cuerpos son concentraciones de energía, y que la resistencia es un fenómeno relativo al tacto humano, una relación escalar proporcional a los sentidos del cuerpo. La ciencia disuelve estos axiomas, y puede disolverlos incluso a partir del cálculo matemático, para luego confirmar el hecho mediante experimentos. Los axiomas o conjeturas mentales son frecuentes cuando se reflexiona sobre cualquier asunto cotidiano, fuera del campo de la ciencia.

Por ejemplo, se considera que una idea es propia de la mente y que un acto o hecho es propio del cuerpo. No hay como evitar esa distinción, no se puede comprobar que sea falsa, por lo que parece un axioma, una verdad aceptada sin previa demostración. No es posible probar que constituyan una misma naturaleza ni que se puedan fundir en un mismo concepto. Es un axioma que distingue entre lo incorpóreo y lo corpóreo, entre lo que es idea y lo que es materia, mente y cerebro y, entre las distinciones más importantes e influyentes de estas dualidades, las de cuerpo y alma, con sus famosas derivaciones: ser y no ser, el ser y la nada, el ser y el tiempo, la realidad y la apariencia, la objetividad y la subjetividad.



LA INFERENCIA BAJO LA LUPA


Es importante advertir cómo se implican unas concepciones con otras, cómo se despliega un continuo interminable entre concepciones determinadas y sus respectivas fórmulas expresadas en proposiciones admitidas por todos, teniéndose que aceptar como verdades sin discusión o posible revisión. Hasta que un descubrimiento, un vuelco en las creencias, deshace el axioma y lo convierte en una hipótesis, es decir en una posible verdad, necesitada luego de demostración experimental. Por lo que es posible que la distinción entre cuerpo y alma un día se transforme, deje de ser distinción, se unifique y pase de una especie de axioma a teoría, y de teoría a una sola verdad real y física o neurobiológica. Que lo que se manejaba en el nivel de una lógica apoyada en muletas, axiomas o supuestos improvisados, pase a manejarse en el nivel de las ciencias experimentales.

La lógica ofrece una herramienta que se puede usar con confianza en el plano más inestable de la actividad humana: el plano de lo racionalmente esperable. Su función fundamental consiste en trazar un camino posible para dar con lo que se desea o se busca ateniéndose a un orden dado, y en el universo más gaseoso o líquido del conocimiento, el de las solas expectativas, el de establecer una verdad o una falsedad sin apoyo ninguno que pueda ofrecer algún hecho, cosa, percepción sensible, dato incontrovertible de la realidad, observación, experimento. Estas expectativas caracterizan el pensamiento racional y conducen de un estado a otro de la inferencia procurando la seguridad y la certeza de cada paso.

Si bien la lógica nos brinda certezas en cada paso de la inferencia, ¿qué hay entre paso y paso? ¿Qué seguridad hay en dar esos pasos? No solo en aceptarlos por su valor de verdad o falsedad sino, también, en aceptarlos en una serie continua que pueda garantizar lo que pueda deslizarse entre ellos, lo que pueda esconderse como verdad o falsedad entre un paso y otro. Si nos interesamos por esa serie en sus detalles infinitesimales, y no solo en lo que significan cada uno de los pasos, aparecerán interrogantes insospechadas. Porque, si bien la lógica se expide en cuanto al valor de verdad de A o de B o de A → B, no se expide en cuanto a la verdad o falsedad de los grados intermedios de la inferencia.

Para apreciar cabalmente este problema es necesario examinar un ejemplo, y tomaremos la regla de la implicación, pues resulta del mayor interés observar en detalle cómo funciona. Es el caso en que se deduce la proposición B de la proposición A, como hemos visto, aplicando las reglas del cálculo lógico y su consecuente derivación en la inferencia, con lo que se llega a A→B. Pero, ¿cómo se llega? Se dispone una serie o secuencia de supuestos o premisas (del latín “meter”, “enviar por delante”) y, luego, se inicia el cálculo aplicando las reglas respectivas que asegurarán la verdad o la falsedad de la conclusión.

Las premisas se disponen en serie y se vinculan con la conclusión mediante palabras o frases como “luego”, “entonces” o “por tanto”. Hagamos una prueba y tomemos como premisas verdaderas p → q, y q → r. Queremos saber si, a partir de estas premisas se puede concluir la verdad de r (un recurso frecuente en las ciencias sociales, expreso o velado). Las partículas “luego” o “entonces” suelen representarse con el signo ⊢. Los pasos que hemos dado, pues, consisten en la serie: p → q, q → r, p ⊢ r (si p implica q y q implica r, entonces r se deduce de p). Pero, apreciemos claramente estos pasos en su relación uno a uno, enumerándolos de la siguiente manera:



1) p → q

2) q → r

3) p

4) q

5) r


6) p → r (o también: p ⊢ r, esto es, r se deduce de p)



El paso 1 presenta la primera premisa o implicación verdadera. El paso 2 presenta la segunda premisa, implicación verdadera porque q se deriva de p. El paso 3 presenta la proposición que elegimos para iniciar el cálculo o inferencia. El paso 4 presenta la proposición implicada como verdadera en 1. El paso 5 presenta la proposición verdadera en 2. Finalmente, se aplica el teorema de deducción que surge de los pasos 3 a 5 y que introduce el signo de la implicación para concluir p → r, esto es, la conclusión con valor de verdad. Todo se puede simplificar escribiendo: [(p → q) ∧ (q → r)] ⊢ (p → r), donde ∧ es el símbolo de la conjunción (la “y” o unión del lenguaje llano).



QUÉ ESCONDE LA INFERENCIA


La pregunta es, lógicamente hablando, ¿qué esconde el paso de 1 a 2, de 2 a 3, etc.? ¿Qué esconde la regla que permite el paso? La regla que permite el paso de 3 a 4, por ejemplo, es la regla modus ponens y consiste en introducir la implicación (el implicador) entre p y q. Introducir el implicador en este paso es legítimo, puesto que se deriva de la sucesión 1 a 3. La inferencia se lee así: “si p implica q, dado p, entonces q”. La misma regla permite el paso de 4 a 5: si q implica r, dado q, entonces r. El teorema de deducción concluye: p implica r, es decir, p ⊢ r.

Si nos aproximamos más a estos pasos y estados comprobaremos que la lógica no nos dice qué propiedad es capaz de relacionar los grados intermedios entre estos estados, entre una proposición y el juntor que le sigue o le precede. Qué reglas invisibles legitiman cada paso intermedio, infinitesimal, qué axioma o hipótesis permite permanecer en la continuidad de la inferencia sin vulnerar el espíritu de la lógica, el fin último de esta ciencia. La inferencia ¿es una serie continua y analógica, o cuántica y digital? ¿Qué hace posible que en ella todo se acople sin sufrir saltos ni quiebres en vistas de una derivación? ¿Qué propiedad tiene un juntor como el de implicación para convertirse en un deductor? En los argumentos que manejamos a diario se cuela “lo que parece digno de ser estimado, creído o valorado”, como decía Aristóteles, quizá derivaciones falsas, reglas ajenas a toda clase de cálculo, matices sospechosos, grados infinitesimales intermedios que no se pueden probar, conectivas parecidas a las de la lógica aunque poco fiables.

El conocimiento humano es un fenómeno que se ha sometido a todo tipo de hipótesis, mitos, creencias y teorías, e incluso reducido a toda clase de imaginarios sistemas mecánicos, biológicos o cibernéticos, cuando no mágicos, fantásticos o místicos. La forma de activarse y de funcionar, sin embargo, al parecer se rige por una lógica extremadamente sencilla, en la que parecería que operan recursos semejantes a las conectivas de la lógica. Hasta ahora no ha sido posible sistematizarlas, y todos los esfuerzos dedicados al respecto han fracasado. Sin embargo, todo argumento implica otro argumento con valor de verdad o falsedad. Todo contenido deriva en otro, lo implica o niega, y, por lo demás, puede unirse a otro, oponerse, disociarse o excluirse respecto a otro.

Es todo lo que se puede avanzar en el difícil tema de los comportamientos lógicos, especialmente, de aquellos que nos gobiernan cuando actuamos a través del lenguaje, oral o escrito, cuando presentamos una idea que suponemos nueva, cuando defendemos una tesis, cuando deseamos que se entienda algo que solo nosotros pensamos, cuando argumentamos, discutimos o debatimos. Hay un trasfondo que no puede explicar la actividad neural, la cual explica otro orden de asuntos igualmente extraordinarios y quizá más importantes. La dinámica de nuestra voluntad fenomenológica y psíquica es el universo de una clase de comportamientos que solo la trama de la lógica puede ayudar a esclarecer.


BIBLIOGRAFÍA DE APOYO:

DEAÑO, Alfredo (1980). Las concepciones de la lógica, Madrid, Taurus.
FERRATER MORA, José (1994). Diccionario de filosofía, Barcelona, Ariel.
FEYS, R. y FITCH, F. B. (1980). Los símbolos de la lógica matemática, Madrid, Paraninfo.
GARRIDO, Manuel (1979). Lógica simbólica, Madrid, Tecnos.
HAACK, Susan (1982). Filosofía de las lógicas, Madrid, Cátedra.

domingo, 6 de febrero de 2022

ORDEN CAPRICHOSO Y DESORDEN CREATIVO (en la sociedad)

La civilización brinda un orden de convivencia ya constituido a todo aquel que participa de ella. Se nace en un lugar determinado, descampado, pueblo, ciudad, en el seno familiar o en una clínica, con un nombre y un apellido. 



Poco o mucho, se recibe alimento adecuado, abrigo, protección, educación, y luego se ofrece la posibilidad del trabajo y resultan las vinculaciones, el amor, el placer, los hijos. Por lo común se nace en medio de un orden establecido por los humanos, el cual, sea como fuere, responde a un orden de convivencia dado y necesario para la supervivencia. Sin duda, ese orden es el producto de un desorden inicial que se procuró neutralizar desde siempre: azar, desamparo, adversidad, peligro, miedo, desnutrición, ignorancia, superstición.

Ese orden establecido por los humanos no fue el producto de un plan premeditado sino el producto de un trabajo hecho sobre la marcha. Al menos, no fue planificado por ellos y quizá el plan fue de la autoría de una voluntad superior a la humana. Lo cierto es que lo que conocemos de la historia de la civilización no fue la obra de un arquitecto ni de un ingeniero. Nadie se sentó a la mesa de dibujo a proyectar la civilización, los artefactos para la supervivencia, las ciudades, los caminos, los puertos, las naves y vehículos, las casas, herramientas y utensilios, las granjas, las fábricas, las haciendas. Todo nació de a poco y según se presentaron las necesidades y se tuvieron las respuestas para satisfacerlas.

Ahora bien, los científicos de la termodinámica afirman que la actividad física nace con el desorden, no con el orden. En un estado en perfecto orden no ocurre nada importante, más allá de existir; pero en un estado en desorden las fuerzas que lo componen buscan ciertos equilibrios, es decir, tienden a neutralizarse hasta volver al orden, a los equilibrios o estados haraganes e infértiles. De lo que se deduce que el secreto de la vida y del universo radica en el desorden y no en el orden. Sin que se tengan que aplicar los principios de la termodinámica a la realidad social, a la cultura de los humanos y a la civilización, es posible encontrar semejanzas. A partir de cierto desorden inicial, la humanidad busca activamente equilibrar sus afanes con sus posibilidades de cumplirlos, y edifica la civilización.

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Lo que querría decir que la civilización es o quiere ser un estado en equilibrio, es decir, un orden haragán e infértil, algo que solo existe, pero sin fuerzas que la pongan en funcionamiento y tiendan hacia algo nuevo. Por otra clase de razonamiento y por la observación directa sabemos que no es así, que la civilización, el estado de cosas humano que ofrece un orden determinado a todo aquel que participa en él no es un sistema paralizado e inactivo, haragán o infértil. Que consista en un sistema dado de antemano no quiere decir que sea un sistema marchito o acabado. Justamente, lo que caracteriza a una civilización es su dinamismo, su desarrollo incesante, su permanente resolución de contrariedades, obstáculos, adversidad, su inacabable serie de perfeccionamientos, como quiera que se llame a esta caracterización: orden o desorden.

De cualquier modo, parece que ese dinamismo interno de la civilización, en grandes períodos de tiempo, muestra una clase especial de orden, de energía en contra de toda actividad y pujanza, una fuerza inexplicable que la lentamente va a terminar paralizándola y al final destruyéndola y haciéndola desaparecer. A grandes rasgos, esto ha servido de base para la emisión de una importante hipótesis de filosofía de la historia. De acuerdo a esta teoría, las civilizaciones nacen, se desarrollan y mueren, como los individuos humanos. Por lo que serían estados en pleno desorden permanente, y alcanzarían cierto orden solo al morir, siempre que el estado de muerte no consista, también, en un estado de desorden.

¿Hay algunas pistas que delaten la semejanza de la civilización con los fenómenos de la termodinámica? ¿ Y las hay, igualmente, para la hipótesis según la cual las civilizaciones se comportan como se comporta la vida de un sujeto humano? Hay pistas que afirman y desmienten el estado de desorden como estado civilizado y, de la misma manera, pistas que afirman y desmienten el esquema de nacimiento y muerte de las civilizaciones, incluida la nuestra. Aquí no nos ocuparemos de este capítulo de la filosofía de la historia, pues el cometido se reduce a solo verificar un fenómeno que se comprueba en la convivencia, especialmente desde el punto de vista geográfico, urbanístico y social.

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Observemos el mapa de cualquier país. Notaremos cómo las ciudades y poblados se distancian entre sí de manera más o menos homogénea, se distribuyen en el territorio de manera más o menos ordenada y de acuerdo a las características orográficas e hidrográficas, marítimas y comunicacionales históricas. Verificaremos cierto orden, aunque muy laxo y hasta caprichoso, pero orden al fin. Si ampliamos el detalle del mapa y nos detenemos en una ciudad o en un poblado distinguiremos, antes que otra cosa, la trama o tablero de calles y manzanas, avenidas, plazas, parques, puertos si los hay, rutas de entrada y salida. Distinguiremos un orden dado por la cultura humana.

Hay ciudades muy antiguas que conservan una disposición poco regular que parece producto del azar, del tiempo y de los innumerables cambios y transformaciones que se corresponden con la evolución histórica y el desarrollo social. Otras parecen planificadas con cuidado a partir poco menos que de un tablero de ajedrez que fue poblándose de casas y monumentos, de arterias, puentes, grandes edificios, aeropuertos, rascacielos. En la mayoría se observa una parte antigua y otra más moderna, un centro con sus barrios y suburbios. Ahora bien, tenemos que abandonar el mapa, bajar a tierra y observar esta ciudad como si fuera una película que empieza y termina, es decir, que tiene un comienzo y presenta hoy un estado determinado. Esa película nos sorprenderá, porque nos muestra un estado inicial de desorden más o menos dinámico y, progresivamente, un aumento cada vez mayor del desorden.

Aun en los poblados con plantas diseñadas y mensuradas de antemano, las casas se distribuyen en los predios de manera azarosa y heterogénea. Unas son pequeñas, otras grandes, de una sola planta o de varias, lindas o feas, de diferentes colores y materiales, separadas unas de otras o pegadas entre sí, precarias o sólidas, humildes, decorosas o soberbias, enjardinadas o no. Aparecen edificios de varios pisos y construcciones completamente diferentes a las casas, comercios, supermercados, fábricas, depósitos. Y en los suburbios, casuchas, calles de balasto o tierra, desaguaderos a la vista, basureros, como si se tratara de un retrato del desorden. Un todo que parece querer arrimarse a un centro, pudiéndolo o no.

No cabe duda de que lo que contemplamos en el mapa y en la película es el resultado del más grande desarreglo, aunque hubiese un trazado de agrimensura inicial, antiguo o moderno, y aunque el municipio haya estipulado normas de construcción, locomoción, vecindad, salubridad. Nada de lo fundamental en la ciudad ha sido el producto de un ordenamiento planificado, posteriormente realizado de acuerdo al respectivo plan. Solo algunas ciudades modernas, como Brasilia, han resultado de algo parecido.

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Detengámonos ahora en el mapa político y social, dejando atrás el urbano. Observaremos cómo las personas se han acomodado en la ciudad de una manera que, aun ateniéndose a ciertas posibilidades de vida (vivienda, trabajo, provisión de alimentos y medicamentos, locomoción, etcétera), lo han hecho de manera diversa, aunque no infinita. Se diría, como dice el refrán, que “andando el carro se acomodan los zapallos”. Así se han acomodado las personas, porque nadie ha venido a determinar dónde vivir, en dónde trabajar, cómo moverse, desplazarse, alimentarse, curarse de una enfermedad, educarse, gobernar una familia. Por cierto, la ciudad dispone de formas determinadas para todo y en general, pero no para fijar los domicilios ni para inducir las formas de vida ni los destinos. No interviene en lo exclusivamente particular e íntimo.

Observaremos cómo se ha desarrollado la planta urbana en función de iniciativas de todas las clases y colores, particulares, individuales, perentorias y multifacéticas, y hasta emocionales y caóticas. Y las formas de vida predominantes han sido elegidas por personas, no por ninguna ciencia urbanística ni por ninguna institución de ingeniera ciudadana. A lo sumo, hay un municipio, una intendencia, una alcaldía que, si bien gobiernan, no influyen sino lateralmente en la voluntad de las personas Si bien ellas tienen que atenerse a determinadas normas y reglamentos, por ejemplo, no pueden apropiarse de los espacios públicos o no deben dormir en la calle o higienizarse en los parques ni en las plazas, de todos modos, ellas son las que imprimen el perfil de su ciudad, material, definitivo y notorio y, por supuesto, espiritual.

En consecuencia, aquello que el individuo humano encuentra ya estatuido y en marcha es, en puridad, una organización en parte debida al orden y en parte debida al desorden. Y es el desorden el que, a semejanza de lo que determina la termodinámica, produce el ordenamiento de la civilización. De lo contrario no habría variedad y solo habría geometría humana; no humanidad en el sentido pleno sino solo urbanidad y topografía, derechos de propiedad y anarquía, geografía física y trigonometría, ingeniería y geología. Lo que encuentra el humano al nacer es, en lo hondo del concepto de civilización, lo que se le parece menos, entendiendo por este concepto lo opuesto a la desolación, el desamparo, la obra de la sola naturaleza sin participación de la cultura.

Febrero de 2022.

LA PROSPERIDAD Y LA CULTURA



Un país puede prosperar si, por alguna vía y de alguna manera, se empeña en mejorar la cultura de las personas que lo habitan. Supóngase que el panorama cultural se define en las siguientes caracterizaciones:

Primero, una cultura general de formación básica e integral como puede corresponder a la adquirida mediante educación media, mejorada y aumentada por cada individuo.

Segundo, una cultura especializada en profesiones, oficios, capacidades del tipo que fuera, científico, artístico, tecnológico, etcétera.

Tercero, una cultura general de formación básica, como la primera, acompañada de una cultura especializada, como la segunda.

Cuarto, carencia total de estas clases de cultura, aunque exista una cultura individual natural, de carácter autodidacta o heredada (familia, tradición, religión, ideología), sin cultura general y especializada por vía de la educación formal.


¿Qué papel jugaría este panorama cultural ante la posibilidad de que el país prosperase? Por cierto, dependería de factores casi inanalizables o que solo podría registrar una estadística no del todo confiable y algo tosca. Pues habría que tener en cuenta la cantidad de personas pertenecientes a cada una de las tres primeras caracterizaciones, la calidad del tipo de cultura correspondiente, la importancia de cada una de ellas en el contexto general, los énfasis puestos, los apoyos para que mejoren y se generalicen, y otros factores como el grado de estabilidad social y económica, la equidad en los accesos a esas culturas, etcétera, etcétera.

Es más que obvio que se necesitan todas, incluso la caracterización cuarta. No se sabe qué podría hacer un país con ciudadanos formados solo en la cultura general, por amplia y exquisita que pudiera ser, desprovista de un saber práctico capaz de hacer, crear e inventar artefactos y artilugios, de hacer negocios, invertir, vender, comprar e innovar. Tampoco se sabe qué podría hacer un país con solo ciudadanos expertos en determinadas especializaciones, desprovistos de un conocimiento de fondo, de una visión amplia del mundo y la vida como la que se corresponde con la cultura general. A primera vista, parece que solo la tercera caracterización garantizaría el progreso, entendiendo por progreso aquella derivación de todas las actividades en conjunto que asegurarían la convivencia en paz, la salud, la educación, una economía en ascenso y que pudiera satisfacer todas las aspiraciones colectivas, afanes y deseos más destacados.

Pero, ¿qué puede hacer un país, por alguna vía y de alguna manera, para que prospere la tercera caracterización cultural? En el abanico de las responsabilidades sociales, políticas, económicas, sanitarias, sociales, educativas, ¿a cuál le corresponde la responsabilidad más que a ninguna? Estamos seguros de que todos convendrían en elegir al Estado como principal responsable, especialmente a su esfera ejecutiva, que es la encargada de llevar a la práctica las leyes y de consagrar en los hechos las aspiraciones colectivas. Está a cargo de la educación pública, el control de la privada, lo que equivale a tener en sus manos la herramienta para impulsar la cultura general de acuerdo a los programas escolares y de educación media, y de facilitar la educación especializada a través de las universidades de profesiones liberales y del trabajo.

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No hay duda de que la alternativa es la tercera caracterización. Ahora bien, qué podría el Estado sin el empeño de cada uno de sus beneficiados en el orden de la cultura, de la educación y de todas las vías, instituciones, organismos, ministerios, empresas que de una manera u otra implican la necesidad de cultivar la cultura, inducirla y aplicarla en sus respectivas actividades y misiones sociales. Si se desea conocer la verdad última, la respuesta a esta pregunta crucial, no hay otro camino que aceptar que no podría hacer nada, incluso, absolutamente nada. Sin que exista el mismo empeño del Estado en cada persona, en cada ciudadano culto o inculto, sabio, profesional, obrero, comerciante, lo que sea, el Estado no podría hacer nada definitivo, nada que no terminase en un gasto inútil y en una formalidad sustentada en el vacío.

¿Es pues el individuo bien formado en lo general y también en una especialidad concreta el ideal? ¿En eso consistiría todo el ideal? Se debe saber que no, que no alcanza. No alcanza con aquel que ha hecho de su persona la fuente de todo conocimiento, que por esa virtud ha sido reconocido y laureado, y tampoco con quien ha hecho de su especialidad un portento, una actividad exitosa, prestigiosa e influyente. Únanse esas dos grandiosas facultades y, a la larga, se descubrirá que tampoco alcanza. Por bajo estas caracterizaciones culturales yace una verdad incontrovertible, no siempre destacada. Se trata de lo que ha hecho de por sí la conciencia y la voluntad del individuo, algo de lo que hemos descrito en el renglón cuarto de las caracterizaciones. Algo que depende solo de la iniciativa interior y de la voluntad independiente, ajena a las asociaciones socioeconómicas de las culturas general, especializada y combinada.

No habrá prosperidad si no hay personas que quieran prosperar, con o sin cultura formal. Más, incluso, no habrá cultura. Porque la cultura que hemos caracterizado hasta ahora es de la clase de las culturas sociales, de orden colectivo, adquiridas o suministradas, avaladas, reconocidas, tuteladas. Sin embargo, cuando se habla de cultura humana se habla de algo más de lo que puede constituirse en ley, en persona o en profesión jurídica: es la cultura que llamaremos natural y que se ha llamado superior desde hace mucho tiempo atrás. Quizá no es superior sino la que engloba a todas las otras y cuya representación cabal es la misma persona que la posee. No se debería decir que la posee, sino que es lo que hace a la persona.

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Aunque no lo parezca, las culturas general y especializada sin la cultura natural no nos ponen en la pista de la prosperidad. Hay una prosperidad espiritual que parece ser condición de la prosperidad material, si hablamos de la posibilidad de prosperar de un país y no de unos pocos especuladores multimillonarios. No son estos quienes determinan la prosperidad general, sino la de unos también pocos. No se conoce cultura material que conduzca sin obstáculos a la espiritual; se conoce, sí, toda clase de planos materiales, condiciones de nacimiento, infancia, juventud, facilidades económicas y relaciones sociales, estupendos centros de formación, educación y especialización que ponen al alcance de la mano todas las culturas, e incluso pueden inducir la cultura natural. Pero esta cultura natural no se adquiere y solo se obtiene por obra de sí misma.

De modo que un país puede prosperar solo si hay una voluntad general de autoformarse, además de todo lo que se pueda recibir por parte de los beneficios del Estado, cuya historia en este sentido es una historia, al menos en nuestro país, se diría maravillosa y hasta heroica. Solo si hay algo natural en cada uno que puje por superarse, por mejorar lo que ya es, en todos los sentidos comprometidos con la sociedad (y no solo consigo mismo o un pequeño grupo), habrá prosperidad general. Aquella concepción según la cual la cultura adquirida es el secreto de la felicidad colectiva, sin ser una falsedad, hoy descubrimos que no es nada más que el reflejo de la verdadera concepción de la cultura. El reflejo de un querer general y natural que sustenta el ideal promisorio de un país.

Febrero de 2022

DIALÉCTICA DE LOS HECHOS (en Uruguay)

Es difícil explicar el porqué de la histórica división política del Uruguay en blancos y colorados, y también explicar la actual entre izquierda política y derecha política. Los detalles son para los historiadores, pero la dificultad para comprenderlas en sus grandes rasgos está en que no existen diferencias de fondo y prevalecen las diferencias nacidas en la superficie de los acontecimientos. La principal característica de la historia de los partidos políticos uruguayos, desde sus orígenes cronológicamente inmediatos a las guerras de independencia, es curiosa y a la vez asombrosa. No surge de las ideas de fondo, de ideales políticos capaces de crear diferencias radicales y enfrentamientos ideológicos o religiosos, ni de circunstancias socioeconómicas dramáticas que hubiesen podido separar a los orientales.



INICIOS


El Uruguay se consolida como nación en el siglo XIX después de lograr la emancipación y en medio de grandes conmociones políticas y sociales. Surgen las divisas en un panorama que se caracteriza más por los acontecimientos que por el trasfondo ideológico, o de ideas políticas que siempre están tras los hechos, los inducen, los dirigen y controlan. Siempre hay un telón de ideas, conceptos e intenciones políticas que definen la clase de gobierno que se elige. Aquí se eligió, desde el arranque, el sistema democrático, bien o mal dibujado, bien o mal encarado. El proceso de la independencia comenzó con la dualidad entre monarquía y república, y era lo que estaba en juego a fines del siglo XVIII con la Revolución Francesa. En este lugar del mundo el proceso se jugó a favor de la república y se asentó el principio de la libertad desde los inicios. Era natural que, si se trataba de la libertad, el sistema preferido fuese el democrático y no el monárquico.


Había que tomar por la senda que convenía a los intereses locales de hacendados y comerciantes, y no era la que transitaba el Virreinato del Rio de la Plata, monárquico y realista. Se eligió el sistema democrático y republicano, y ninguno de los bandos políticos que nacen enseguida se proclamó monárquico una vez que se establecieron como instituciones políticas en pugna. ¿Pero cómo, siendo partidarios de la democracia, se encaminaron hacia una rivalidad que condujo a los desenlaces más trágicos y a la guerra civil en varias oportunidades? Había, sin duda, diferencias en ciertos ideales, en varios aspectos doctrinarios, en estrategias, prioridades y en diversas formas de conducir la res publica dentro de una estructura democrática. Pero ninguna de estas diferencias revestía la importancia suficiente como para terminar en la lucha fratricida.


Las diferencias nacieron en actos, en hechos, en pujas se diría musculares, en discrepancias personales entre caudillos, doctores, militares, intelectuales, jefes locales. Dentro de cada uno de ambos partidos, incluso, era habitual, y hoy lo sigue siendo, que se produjeran diferencias que terminaban en separaciones y proclamas de nuevos grupos. Especialmente en el orden de las causas que solo se definen en lo que se hace o no se hace, en mandatos que se cumplen o no se cumplen, en lo que es debido hacer según manda la Constitución y las leyes y los hechos no reflejan. Es verdad que en el siglo XIX las ideas, políticas, filosóficas, económicas y sociales, gravitaban mucho y definían bandos, generaban polémicas, creaban rivalidades intelectuales que se cursaban a través del periodismo, de la escritura y los debates en la academia y cenáculos. Famosa fue la que, luego de debilitarse el tour de force entre la Iglesia y el racionalismo laico, originó la introducción del positivismo y la reacción de los espiritualistas. Pero esta realidad, fundamentalmente filosófica, no se trasladó a las cuchillas ni desencadenó ninguna lucha armada.


HECHOS HISTÓRICOS


La lucha armada se originó en hechos concretos, y Carpintería fue otro hecho, histórico, sin duda, pero apenas determinado por doctrinas, concepciones filosóficas, ideologías históricas (lo religioso era solo un trasfondo y pudo influir, pero levemente). La afiliación a federales o a unitarios respondió a la compleja serie de sucesos en la evolución de un conflicto lateralmente asociado al que mantenían blancos y colorados. Este último no era ni es del tipo que provoca revoluciones y guerras, como el hambre, la marginación social (aunque existían como existen siempre), las creencias religiosas, los prejuicios étnicos, la opulencia de unos pocos y la miseria de los más, la lucha despiada de intereses entre países o regiones. No hubo levantamiento del pueblo contra ningún gobierno sino levantamiento de caudillos. No intervino el pueblo con sus caudillos sino los caudillos con su pueblo.


No había una diferencia radical en el orden ideológico ni en lo que tiene que ver con lo social. Que Montevideo quisiera extender e imponer sus preferencias estratégicas al resto del país, el cual las resistía (aun hoy) por el influjo de una mentalidad marcada con mayor vehemencia por la tradición, era también una realidad en los hechos, desatendida por el oficialismo radicado en el puerto y deslumbrado (incluso embobado) por su contacto inmediato con el mundo exterior. Este hecho imperecedero está en la base de una virtual coexistencia de dos países fantasma que parecen cada vez que se dice “vivo en el interior” o “viajo al interior”, en lugar de “vivo en Tupambaé" o “viajo al Litoral”. Aquellas diferencias nacidas en discrepancias fácticas van a enfrentar diferencias nacidas en discrepancias ideológicas.


LA NOVEDAD DEL MARXISMO


El marxismo arraiga en Uruguay tardíamente en una fecha en la que, por primera vez en la historia los partidos políticos uruguayos enfrentan una nueva concepción que no se aviene con el estado de cosas que los regía (en términos consolidados a partir de mediados del siglo XX). Los viejos demócratas se ven mezclados entre socialistas y comunistas, y estos se constituyen como partidos muy activos en las bases sindicales e intelectuales, aunque con poca envergadura electoral. Aparece una nueva ideología que arraiga especialmente en la esfera intelectual, entre quienes tienen acceso a las fuentes de la teoría marxista. Se refuerza fuera de esa esfera con la milicia que integró la inmigración europea, y se producen huelgas y protestas de modos anteriormente desconocidos, ganándose a muchos personajes relevantes de la cultura. Muchos encuentran en el marxismo la herramienta adecuada para enfrentar los problemas del momento. Pero, ¿cuáles eran estos problemas en una fecha alejada cuatro décadas de la guerra civil?


Era aquello que para los marxistas habría podido justificar una nueva alternativa, por los caminos del leninismo o por alguna modalidad que los comunistas buscaban en toda América Latina y que nunca encontraron. El país se había beneficiado con las grandes políticas de José Batlle y Ordóñez a principios de siglo, en un cuadro de guerras mundiales, relaciones económicas con Inglaterra, reconocido como un aliado estratégico. Batlle tuvo impulsos filosóficos espiritualistas en un marco en que todavía esa tendencia se debatía con el positivismo. Su gestión política fue la de un estadista que sabía distinguir entre lo que conviene y no conviene, la de un práctico iluminado más que la de un pragmático, un ingeniero de la política. Recurrió a tres algoritmos de la economía de aquellos tiempos: nacionalización de las empresas inglesas, nuevos servicios primarios de gran porte y la aplicación de la renta agraria en forma social. El Uruguay de entonces se regía por el fenómeno del latifundio, las grandes extensiones de campo que, aunque no fueren explotadas en el sentido actual, ofrecían al Estado un plus que podía manejar a su manera. Batlle distribuyó la renta agraria y favoreció a la clase media. Fue una especie de socialismo vernáculo.


EL ESTADO DE BIENESTAR


Ahora bien, la renta agraria era el producto de un fenómeno circunstancial, relacionado con la situación del mundo en el momento. No era un recurso genuino pues no incentivaba ningún ingenio en el sector primario de la economía. No alentaba nada que pudiera erigirse en fuente de riqueza permanente. Al cabo de unas décadas esa fuente se agotó, la misma que facilitó el “estado de bienestar” por el cual Uruguay fue reconocido como la Suiza de América. Lo que se desenvuelve en torno a este fenómeno decisivo para el país podría esquematizarse en dos grandes procesos o fenómenos.


Por un lado, produjo el descontento, generalizado en la clase media por la pérdida de poder de compra de los salarios, el incremento exorbitado de la inflación, el endeudamiento externo desproporcionado, la competencia de las importaciones para la magra industrias nacional, etcétera. Y produjo también un fenómeno del cual hoy se habla poco: una clase de corruptela, especialmente política, pero ampliada en el plano del comercio ilegal, del nepotismo en las altas esferas de gobierno, en el crecimiento de la burocracia estatal. Cuando escasea el agua todos corren en tropelía y se zambullen ciegamente en el último charco. Este asunto desencadenó una serie de perjuicios especialmente a la clase media, aumentó la pobreza y la protesta estuvo en el parlamento, en los sindicatos, entre los estudiantes y aun en la calle con sus correspondientes actos públicos y su culminación se produjo entre las décadas del 60 y el 70.


Por otro lado, produjo el encausamiento del descontento a través de las nuevas ideas políticas, pues el mal se remitía a las debilidades no solo de la economía y la administración sino de su sistema político de sustentación, la democracia. El marxismo fue la doctrina en la que se creyó encontrar la inspiración para resolver los problemas del momento. Por lo que creció la cantidad de adherentes a las nuevas ideas y los grupos que nacieron llegaron a constituirse en partido político con anterioridad al golpe de Estado del 73. Ahora viene lo más interesante, lo curioso y a la vez asombroso que vuelve a recrear la particularidad política uruguaya en la segunda mitad del siglo XX, y que dura hasta ahora.


TEORÍAS INALCANZABLES


Para los marxistas, socialistas y comunistas, no fue posible suscribir cada uno de los puntos de su teoría original, pues la realidad no se correspondía con la que vivió Europa un siglo antes y que la inspiró en sus grandes lineamientos. Y porque, fuera como fuese, había democracia, libertad de pensamiento, elecciones libres, educación laica y servicios de salud gratuitos, y muchas otras dádivas sociales, descaecidas por la falta de recursos del Estado y por la degradación moral, pero existentes y en funcionamiento. Y había algo excepcional, el desarrollo del arte, la literatura, el pensamiento, hasta la ciencia en un grado que hoy es difícil imaginar en su debido calibre, universidad gratuita para todas las profesiones liberales en un país perteneciente a una región del mundo ajena al enorme desarrollo de las grandes naciones del norte. Por lo que aquí se reestructura el dibujo de la política cotidiana, ya no entre divisas colorada y blanca, sino entre izquierda y derecha, fundamentalmente entre una izquierda consolidada como partido político, y el resto, es decir, el centro, la derecha moderada y la derecha radical.


Una vez logrado el gobierno, en el año 2005, la izquierda (muy diferente a la europea y aún más a la norteamericana, y con fuertes matices diferentes de la latinoamericana) enfrentó el estado de cosas, los problemas a que nos hemos referido, no con la teoría marxista sino, claramente, con las mismas herramientas ideológicas tradicionales del Uruguay ganadero y agrícola. No hubo revolución armada, dictadura del proletariado ni nada prescripto por ningún manifiesto de la teoría inspiradora. Si bien quiso sustituir la vieja estructura socioeconómica con una nueva, dejó todo como estaba, no modificó nada estructural. Lo que atribuyó como deuda a Batlle y Ordoñez, a saber, el reformismo, el mismo que, se decía, había dejado intacta la infraestructura, el latifundio, el liberalismo económico, la actividad financiera, los negocios con el exterior en manos de particulares, quedó como propia deuda.


¿Cómo se explica que la izquierda se valiera del instrumental de gobierno propio de su oponente, derrotado en las urnas? En primer lugar, en función de las mismas bases programáticas electorales que se atuvieron a los requerimientos del sistema democrático. Y, en segundo lugar, a que no existía otra alternativa, la más mínima, de cambiar de régimen, y solamente había cierto margen para intensificar la descentralización administrativa y el cuidado por mantenerse alerta ante los reclamos que había prometido atender y que la habían llevado al poder. Hubo un tercer factor no menos influyente: las mayorías de tendencia democrática dentro de la misma izquierda, en aquel momento con abrumador peso electoral.


LAS DIFERENCIAS HOY


¿Cuáles fueron, pues, las diferencias que marcaron la nueva rivalidad entre los partidos políticos en el Uruguay? ¿Y, cuáles las que caracterizan la rivalidad entre la izquierda y la derecha actuales? Es difícil explicarlas también hoy, las que dividen a la izquierda y a la derecha. Porque, como acabamos de comprobar, las diferencias entre los grandes bandos políticos en Uruguay no registran diferencias ideológicas de fondo.


La izquierda no es marxista, estrictamente hablando, y la que pueda fraternizar con la teoría política respectiva no tiene nada con qué compatibilizar, frenada por los hechos, muy diferentes a los que la inspiraron. De la misma manera, los grandes postulados de la democracia, soberanía del pueblo, sistema de representación, voto popular, libertad, igualdad, laicismo, división de poderes, civilismo, etcétera, quedan restringidos por la praxis política. Esta responde a la representación en manos de los partidos políticos, la legislación que los rige, la voluntad de las convenciones partidarias autoelegidas y ciertos componentes que, como no hay otros que puedan superar en pureza a los vigentes, delinean una estructura política y administrativa nunca a la altura de los hechos.


No se puede afirmar que la izquierda sea del todo marxista, la ideología que cambió el panorama político nacional, por primera vez en forma teórica y doctrinaria. Tampoco se puede afirmar que la derecha, esa otra mitad del país que la izquierda llama derecha, sea del todo liberal, en los términos del liberalismo clásico (en oposición a democracia). Hasta se podría decir, aunque queda aquí sin figurar la respectiva demostración, que la izquierda no es completamente socialista en el Uruguay ni la derecha completamente democrática. Ambas son mixtura de ideas y prácticas determinadas por los acontecimientos históricos y cuyo análisis no corresponde aquí.


Los acontecimientos marcan las diferencias, y esos acontecimientos, en función de los cuales hoy una vez más las diferencias se establecen solas, giran principalmente en torno a los hechos relativos a la dictadura cívico militar del 73. La actitud frente al golpe, la adhesión o el rechazo al gobierno de facto, los sentimientos respecto a la actividad de militares y policías, los exiliados, desaparecidos, la amnistía para presos políticos, el castigo a los represores y torturadores, la forma en que se salió del régimen de facto, los derechos humanos y un número incontable de cuestiones personales y de sectores de la sociedad, interpretaciones, posiciones sobre hechos, añoranzas, presencias y ausencias, adhesión o rechazo a la lucha armada previa a la dictadura, las luchas sindicales y estudiantiles con sus partidarios y adversarios, la cultura alineada de un lado o de otro. Es decir: hechos.

Febrero de 2022

jueves, 3 de febrero de 2022

EL CÍRCULO DE LA PREGUNTA

La relatividad nos enseña que no hay puntos de referencia fijos en el universo y que, si los hay, son sólo aquellos que pueda representar un observador que necesita vincular cosas o hechos entre sí o consigo mismo o respecto a otros observadores. Se interponen a la observación dos grandes dimensiones, las del espacio y el tiempo. Toda vez que el observador, ante el cual se interpone el espacio y el tiempo, quiera comprender lo que observa, descifrarlo, vincularlo con algo, relacionarlo o compararlo con otra cosa, estará ubicado en un punto de referencia sólo relativo a él mismo, pues no es ningún punto fijo en el universo.

El observador está, como está todo lo que se conoce, sujeto a que estas dos dimensiones lo interfieran, no sólo en lo que ve, oye, toca, etcétera, sino también en lo que piensa, calcula, siente interiormente, estima, juzga. En el conocimiento se interpone el tiempo; en comprender, en saber se interpone el tiempo. Por supuesto, también en recordar, recrear una situación pasada, añorar y sentir nostalgia, recrear una vivencia pasada en ocasiones presentes. El tiempo nos estructura y estamos siempre yendo y viniendo mentalmente desde anteriores a actuales estados de conciencia y de los actuales a los anteriores.

Hay quien afirma que nunca hay una “primera vez” y que todo es repetición con diferencias, se diría un círculo trazado por múltiples experiencias de vida que vuelven a presentarse bajo otras circunstancias y con algunos cambios. Y quien afirma que nada se repite y que todo es por “primera vez”, que todo vuelve a empezar una y otra vez bajo vestimentas distintas y condiciones diferentes. Lo que sí se repetiría sería la “vez”, algo que no sabemos qué es pero que nos indica que algo se repite o que algo surge y no es repetición.

Nada sabemos con total claridad al respecto y sólo es posible admitir que la inteligencia posee variedad de recursos, instrumentos, resortes, algoritmos, toda clase de medios como inferencias e intuiciones que posibilitan su funcionamiento y permanente desarrollo. Dentro de ese cuadro multicolor se encuentra el que nos sugiere el cambio y el que nos sugiere lo mismo, lo diferente y lo idéntico, lo original y la copia. Y lo más curioso es que dentro de la repetición viene lo nuevo, o lo nuevo dentro de la repetición. Dentro del esquema general de la vida, nacimiento, desarrollo, reproducción, muerte, encontramos esas dos caras del tiempo: una que es la misma y una que es otra, pero ambas fundidas en una sola expresión.

A esta expresión que resulta de lo que nos parece único o nos parece igual ¿cómo la llamamos? No es una cosa ni un hecho y, aunque lo registramos mentalmente, no podemos decir que sea un fenómeno psíquico como es una idea, un concepto, una imagen, un sentimiento, un recuerdo. ¿Cómo llamar a esta “cosa”? Tiene dos nombres provisorios, repetición y diferencia; pero que vengan juntas no tiene nombre. Obsérvese que tienen nombres en tanto singularidades, por ejemplo, “lluvia”, “tren”, lo que nos permite decir “volvió a llover” o “ha pasado el tren”, simples repeticiones. O, por ejemplo, “Beethoven”, lo que nos permite decir “Beethoven nació en Bonn”, lo que no es repetición de nada, u “11 de setiembre”, que es un infeliz hecho que no tiene antecedente comparable. Podemos decir que a veces los hechos se repiten o que a veces son únicos o irrepetibles, pero nos los nombramos.

Algo permite referirnos a ellos, pero no tiene nombre y solamente es posible señalarlo mediante nombres genéricos: ocasión, vez, caso, oportunidad, trance, etcétera. No son exactamente deícticos, es decir, palabras que adquieren su significado en el contexto: aquí, allí, allá, acá, esto, aquello, etcétera, palabras con las que nos manifestamos respecto a lo que en general se trata de lugares, puntos del espacio u otros significados del contexto. Tampoco se trata de expresiones a las que el contexto suministra significado en el tiempo: ahora, ayer, mañana, dentro de un rato, tiempo atrás.

Estas otras palabras o nombres, como la palabra “vez”, no se refieren al tiempo, exactamente, sino a experiencias vividas. No experiencias vividas en momentos, horas, días o años determinados, sino a experiencias cualesquiera cuya fecha no importa. Con esta palabra se refieren hechos indeterminados ocurridos en tiempos también indeterminados; hechos y tiempos cualesquiera: “cierta vez vi un aerolito”, “había una vez un rey”, “cada vez que miro surge algo nuevo”, etcétera. Puede adquirir un sentido determinado, por ejemplo, en “la primera vez que te vi” o “ya te llegará la vez”.


CORRER EL VELO


El tiempo corre un velo con el que oculta ciertas fronteras que separan o unen los hechos, los momentos, las ocasiones, y apenas se nota. Pero, ¿qué oculta el tiempo? Podríamos decir que el tiempo oculta todo, salvo lo que nos muestra en su instantáneo presente; porque antes de él no existe nada y todo pertenece al futuro, y después todo al pasado. También podríamos decir que el tiempo se oculta a sí mismo “al pasar”, que se deja ver solo en uno de los infinitos instantes a través de los cuales “transcurre”. En tal caso el tiempo para nosotros es un móvil invisible, inaudible, intocable que pasa por o ante nosotros, o que transita con nosotros, llevándonos y siguiendo una dirección que va desde el antes al ahora y desde el ahora al después. A decir verdad, tampoco se deja ver en ese instante brevísimo en el que suponemos que siempre estamos y que la realidad toda se mete en él, en ese pequeño hueco que es la presencia o el presente.

Los diferentes tiempos, pues, no son dimensiones, porque las dimensiones tienen fronteras perceptibles, como las del espacio, extensiones los objetos, lugares el planeta, capas el aire, etcétera. Las fronteras del tiempo son invisibles, imperceptibles, y, en consecuencia, abstractas, conceptuales o imaginarias. Son ideas que hemos concebido para atribuirlas a las cosas y a los hechos: según hemos establecido, pertenecen al tiempo porque aparecen y desaparecen, nacen y mueren, se desgastan y se aniquilan. Sin embargo, admitimos que, si bien el presente es solamente un chispazo, las cosas duran un tiempo, cada hecho tiene una permanencia en tanto comienza y se desarrolla, aunque al fin desaparezca. El mismo fin es una parte del tiempo que genera otra parte visible o invisible.

Si algo no durara al menos un segundo y no permaneciera igual o semejante a sí mismo al menos durante ese breve lapso, y si no pudiera llenarse de existencia y sobresalir al menos mediante un mínimo volumen, ese algo no sería nada. Sabemos que todo se manifiesta e, incluso y si seguimos el esquema “nace, se desarrolla y muere”, quiere manifestarse, buscar lo primero de todo lo que existe: el ser, lo que hace la diferencia respecto a la nada o no-ser. Todo parece necesitar manifestarse en un continuo para identificarse como ser, y en una contigüidad, para reunirse sin confusiones en una unidad propia, lo que hace la diferencia respecto a lo-otro. Todo necesita ser y necesita la identidad de ser algo específico; necesita que se le reconozca en la diversidad y mostrarse como una cosa más en la cantidad y como una sola en la cualidad. Ser y necesitar son una misma cosa.

Quizá no haya nada que necesite algo, quizá sólo nos parece a nosotros que todo necesita y quiere ser algo, porque nos acomodamos a todo de por sí, sin querer nada y aun sin hacer nada, como si fuéramos agua. Sin embargo, sea que nos parezca o que interpretamos de la manera que podemos, todo necesita ser y necesita identidad. Es verdad que “necesitar” es algo demasiado vago para aplicarse, por ejemplo, a una montaña o a la Luna. Pero, la naturaleza, para ser como parece ser, necesita muchas cosas. Una tormenta, la calidez del verano, un ecosistema, una estrella, lo que sea, necesita algo para ser lo que es, tiene necesidades como tienen los seres vivos, aunque no se llamen necesidades sino causas, condiciones, orígenes, elementos desencadenantes y procedencias. Sin cumplir con condiciones nada sería lo que es y, aunque conservaría la condición de ser, pues de todos modos sería algo, átomos, moléculas, partículas o lo que sea, sin embargo, perdería la identidad.


DESCORRER EL VELO


Y, si necesita algo, es porque carece de ello, y si carece de ello es porque lo que necesita no está en sí mismo y está en otro lado o en otro momento, antes o después, a la mano o a la distancia. Muchos fenómenos naturales proceden de modo de procurarse lo que en sí no tienen, agua una planta, calor un animal, alimento una persona. El agua, el calor, el alimento están en lo que parece ser un momento anterior o un más allá del momento. Es difícil traducir esta descripción al universo inanimado, pero existe un sistema de satisfacción de necesidades que parece regir todo, el día y la noche, los meses y los años, el viento, la lluvia, las estaciones, la corteza terrestre, el aire, las cosechas, los alumbramientos, las muertes.

Ser es necesitar, decimos, y necesitar es ser, y esta co-implicación se vincula a un tercer término importante. Si pensamos en “ser”, a secas, así como se oye, es posible entender de primera a lo que se refiere. Ser es ser, sea lo que sea; ser un viviente (ser vivo), un humano (ser humano), una roca, una estrella (seres inorgánicos). Pero “necesitar” es algo más difícil de entender: es preciso especificar el sujeto, qué o quién necesita, y además qué necesita. ¿Qué es lo que se necesita? ¿Quién necesita? ¿Qué es ese algo que se necesita? La pregunta es esencial para toda necesidad, para todo querer, para todo afán de obtener lo que no se posee y es imprescindible.

De más está decir que por encima de todo se destaca la pregunta ¿quién?, aun para el caso de que no fuera un ser humano o un ser vivo o un objeto o una cosa aquello de que se hablara. ¿Es Dios el que necesita? ¿Se trata de una necesidad suprema y primera? ¿Es aquello de lo que hay que hablar tratándose de un asunto de esta clase? También Dios es algo indeterminado, eterno e infinito, no importa exactamente qué, pues lo que importa de Dios está todo incluido en su nombre. Cada vez que se dice “si Dios quiere” o “Dios mediante”, el solo nombre ya refiere todo el sentido.

La necesidad primera no está en el espacio y el tiempo, no antes o después, a la mano o fuera de alcance. Pues, si lo estuviera ya no sería primera, necesidad primera, sino otra clase de aspiración, deseo, pulsión, pasión vinculada a los condicionantes de la vida humana o de la existencia inorgánica. Nos parece que, antes de convertirse en realidad, el ser y el necesitar han tenido que no ser, que ser nada. Estamos peleados con lo infinito y con lo eterno; para nosotros todo empieza y termina, alguna vez o en algún lado. ¿Qué es lo que más necesita ser? La nada es, en el universo, lo que más necesita, sea lo que fuere, pues todo lo existente ya es, al menos tiene existencia. Se ha dicho que el universo “tiende hacia algo” (Durkheim) y que se debe a que “le falta algo”, esto es, que necesita algo. De lo que se derivaría que el universo es el curso de una satisfacción básica que marcha hacia alguna forma de satisfacción última y que no está dentro del poder de imaginación del hombre. Y quizá por eso no es posible concebir el estado de equilibrio necesario para que la humanidad viva en paz.

Una necesidad desconocida impulsa a ser, y, para el ser humano, esa necesidad impulsa en tanto las coordenadas del espacio y el tiempo le transmiten aquello de que solo disponen: más necesidad, esa condición por la que el universo se mueve, o componente de que está lleno. Así, la necesidad es la verdadera naturaleza humana, y, desde que se manifiesta en todos los sentidos y dimensiones, no puede reducirse y es de una sola cara, como la cinta de Moebius; es física, espiritual, moral, económica, social, etcétera. La pregunta, pues, no es más que una respuesta, o, dicho de otro modo, lo que hay —el universo— es la única respuesta. La pregunta parece no ser propia del hombre, porque el hombre forma parte de toda respuesta. Preguntar es caer en un vacío, en la nada.

Si no tenemos respuestas, si no “vemos” las respuestas con claridad, es porque están en nosotros, no porque sean remotas o estén fuera de nuestro alcance. No se esconden, escapan o cruzan fronteras y límites inalcanzables. Vemos el todo que está más lejos, pero el todo es confuso; y es más fácil apreciar lo confuso que lo nítido y claro; es más fácil divisar lo que está lejos que ver lo que está cerca y que, por estar cerca o en nosotros, nosotros mismos ocultamos. Desde que toda pregunta es necesariamente preámbulo de toda respuesta, se levanta una frontera que las separa, un límite que a veces parece insignificante y a veces enorme. La separación es puro suspenso, interrupción con esperanza en el conocimiento, en el saber, en el recibir explicaciones, descripciones, informaciones determinadas, imágenes, representaciones, sentimientos de satisfacción por conseguir la solución de un problema. Le llamamos tiempo y suponemos que tiene que ser algo, o estar en algún lugar o pasar por donde estamos. Nace así una famosa propiedad del pensamiento y de la inteligencia: la espera, es decir, la reducción del espíritu a la condición de que algo pase (es el misterio que envuelve toda la novela de Robert Musil, El hombre sin atributos: “tiene que pasar algo”).

En verdad, no se trata de que pase o transcurra algo sino de que algo cambie. Es el corte entre la pregunta y la respuesta que genera suspenso, inquieto o sereno, esperanzado o desesperanzado. Carecemos de respuestas nítidas para rendir cuenta del universo, el mundo y la vida, pero poseemos la facultad de crear comos: es bella como una rosa, se mueve como el río, llora como una Magdalena, hemos sido concebidos a la hechura de Dios. Con estas comparaciones damos cuenta de casi todo lo que existe y está ante nosotros. El tiempo y el espacio parecen así rendirse ante la inmanencia del como humano, el mundo como un espacio y sus cambios como el tiempo. Las preguntas parecen disiparse como se disipa la niebla al levantarse el sol por la mañana.

¿Qué es lo que nos parece, o, qué aparece? Lo necesario, nada más que lo necesario; siempre se sabe qué es lo necesario. No aparecen respuestas ya dadas ni soluciones perfectas ni señales que indiquen un camino que conduzca a ellas, y sólo aparece aquello necesario para indicar que hay que hacer algo, que tiene que pasar algo. Por el fondo, pues, ya no hay dónde ni cuándo, y se es en lo que se es de una sola vez, sin lugares ni momentos, sin pasados ni presentes: en una sola versión del ser.

De una vez se cuenta con todas las veces en que se ha estado y en que se ha sido, por lo que se dispone de lo necesario para satisfacer lo necesario. Necesitar, pues, nos ha llevado a descubrir lo que es difícil advertir por ser tan natural como respirar, aquello que hacemos para enfrentar el diario vivir, que es un necesitar y querer, la tarea de zanjar un pequeño o un gran problema a cada paso, de preguntar y responder, aunque espontánea y automáticamente. Vivir es necesitar algo, y necesitar algo produce el querer, otra forma de llamar a la necesidad, el querer alcanzar lo que se necesita. Y querer es connatural al ser humano, pues es una criatura que quiere siempre, aunque no se trate de querer algo en concreto: ser es necesitar, y vivir es querer.

¿Cómo damos con las respuestas? Allí donde y cuando somos, que es ahora y aquí, están todos los puntos de referencia de que disponemos y que nos ayudan a encontrarlas. Así como inventamos puntos de referencia para comprobar el movimiento de un objeto fijándonos en otro, en el cielo nocturno, por ejemplo, comprobamos la pertinencia de una idea fijándonos en otra, de una teoría, de un cálculo, de una probabilidad. Sólo que desconfiamos de la fijeza y de la absolutez de los puntos. Pero ya no hay lugares ni tiempos sino búsquedas que generan suspensos, esperas, así como impaciencias, variedad de comos que encajan o no encajan, que vienen bien o mal para responder las preguntas y satisfacer la necesidad de querer comprender. Es una dimensión abstracta que, en el mundo espaciotemporal, se refleja como gozos o sinsabores, éxitos o fracasos. Pero, dentro, es sólo actividad neural en la que el tiempo y el espacio ya no se interponen ni inficionan el pensamiento.


APARECER LO NECESARIO


Advertimos que el mundo nos gasta una broma: exige que nos complementemos con él, lo que nos resulta del todo ventajoso porque de él obtenemos lo necesario parar ser (aunque, en este sentido, no nos complementamos como deberíamos). Nos valemos de un sistema de respuestas viciado de referencias fijas, como las del cielo nocturno, pero no son fijas. Ponemos las ideas en movimiento, las dotamos de energía (idea poderosa), las relacionamos con la gravedad (idea de peso), les imprimimos velocidad (pensamiento rápido), aceleración (ideas repentinas), apelemos a las nociones de inercia (idea muerta, idea en curso) y hasta de volumen (grandiosa idea) ¡y sin que nos demos cuenta! Pero no tienen nada de lo que sólo corresponde al espacio y al tiempo.

Enseguida nos interceptan el cuándo y el dónde, fechas, nombres, épocas, comparaciones, estados referenciados entre sí, historias, antecedentes, puntos fijos por donde se mire, que en verdad no son fijos. Relacionamos las ideas como relacionamos los objetos sensibles. Y en ninguno de los casos nos salvamos de asociar cuestiones que están modificándose, cambiando, alterando de una manera importante la relación que las une. Y las explicamos diciéndonos que pasa el tiempo o que lo que cambia es el espacio. Llegamos a decir, por ejemplo, “Es en el pensamiento de Fulano donde se encuentra la verdad”, y decimos “donde”, como si el pensamiento fuera un lugar. Y también “Ha llegado el momento esperado”, como si lo esperado fuera el momento.

De esta manera se da paso a una metaforización perjudicial para la salud del conocimiento. Lo que pensamos está en nosotros, aunque lo suscite una percepción o un pensamiento ajeno. Pero no es fijo ni es determinado, y está modificándose en torno a una pauta modélica, originaria o no, anterior o no, que bien puede ser el resultado de la fulguración de un grupo de células nerviosas del cerebro o neuronas, y de circuitos neurales que se organizan con motivo de una experiencia exitosa (para los fines específicos descriptibles en el espacio y el tiempo). Esta pauta es la que necesita algo, y no lo obtiene de ninguna otra pauta sino de sí misma, modificándose, reformulándose recursivamente, y también renaciendo o muriendo. Y, ¿qué es lo que necesita? Pues, justamente, no necesita nada, no necesita necesitar. Ese es el misterio del conocimiento, la pauta que configura la vicisitud de la experiencia. El disparo que la configura no necesita nada, por ser provisión natural y recurso autónomo del sistema nervioso humano.

La pregunta es, por lo tanto, una curva cerrada como la que traza la Tierra en torno al Sol. Su formulación nunca está fija en ninguno de los infinitos puntos de la curva y, al girar y dar una vuelta completa en torno a sí misma, jamás vuelve al punto en el cual se formuló. No hay preguntas fijas en ningún punto, y cada vez que se hace está en un lugar o en un tiempo diferente. Por lo que nunca es la misma pregunta. Y, si surgen diferentes respuestas a partir del momento o del lugar en la que se formula, cada una de ellas revestirá inevitables matices que revelarán diferentes lecturas, interpretaciones o sentidos. Se responderá en parte a la pregunta, y en parte no se responderá, pues ya se habrá modificado imperceptiblemente el alcance de lo que preguntaba. La misma pregunta, aunque sea la que establece el tema y los términos del asunto en cuestión, condiciona la respuesta. Por ejemplo, la pregunta “¿qué te parece?”, otorga más libertad para responder que la pregunta “¿te parece bien?” y todavía más que la pregunta “¿te parece bien o mal?”.

Puede parecer a quien responde algo distinto de lo que está bien o mal o de lo que es bueno o malo, de modo que la respuesta a la primera pregunta da más lugar, y más tiempo, mayores posibilidades de resolver y responder, de introducir temas y términos laterales que pueden enriquecer el mismo asunto. Por ejemplo, en vez de hacia el bien o el mal, la respuesta puede encaminarse respecto a lo lindo o lo feo, a lo verdadero o lo falso. Pueden encarase respuestas desde otros puntos de vista, si bien en muchos casos el asunto los descartará por tratarse de algo muy concreto. Lo que podría resultar algo fijo, no obstante, es que la respuesta más acertada puede llegar a ser aquella capaz de flexibilizarse lo suficiente como para modificar, aunque sea levemente, el asunto contenido en la pregunta. Si la respuesta es entendida de acuerdo a los recursos propios, que están sólo en quien responde y no necesita ir a buscar afuera, logrará ensanchar los espacios y los tiempos contenidos entre esos signos gráficos o fonéticos de la interrogación.

Porque no es la memoria, exactamente, ni el bagaje de contenidos aprendidos, ni el conocimiento adquirido, y ni siquiera la experiencia relativa a asuntos parecidos al de la pregunta, aquello que responde la pregunta, así como tampoco ciertas habilidades adquiridas que se prestarían por similitud y repetición a generar respuestas en forma expresa y automática. Es algo más complejo y que, el saber con frecuencia vela u oculta sin que nos demos cuenta. La sabiduría, que desde siempre se evoca como el nombre de una facultad única, la de brindar las mejores respuestas, parece fundarse sobre una roca todavía más sólida y firme que los conocimientos y los sentimientos. Parece fundarse en el poder de autogestionar todo eso, en elaborar (trabajar o amasar o armar el puzle), y sin mayores ayudas, la imagen que la pregunta imprime en la mente. Lo fijo o más o menos invariable es la forma de trabajar en cuanto a los contenidos de conciencia, en cuanto a los fenómenos. Pues éstos son impactados por la pregunta y pueden hacer saltar los “fusibles” neuronales, los esquemas mentales que están al acecho y prestos a intervenir para responder alocadamente.

Parece que, para responder, necesitamos tiempo; parece que necesitamos visitar otros espacios, algunos lugares y algunas épocas en que ya hemos experimentado inquietudes similares, involucrados en asuntos semejantes o tras la pista de temas, significados, problemas de la misma o parecida naturaleza. Pero la respuesta no surgirá, no se procesará desde ningún dónde ni desde ningún cuándo. Porque la mente no dispone de esas cosas; el sistema nervioso no procede como procede el mecánico, que va uniendo pieza por pieza, o como el médico, que va averiguando enfermedad por enfermedad, o el caminante, que va paso a paso o la costurera que va de puntada en puntada.

Sin restar importancia a todo esto, que en cantidad de casos intervendrá para dar con una respuesta adecuada, puesto que se corresponderá a su vez con una pregunta ya formulada, se advertirá que el círculo de la pregunta es muy distinto al círculo de la repetición y de los hábitos que la sugieren y facilitan su aplicación en la práctica o en la teoría. El círculo de la pregunta no dispone de antecedentes determinados, iguales o similares, sino de antecedentes indeterminados, al margen de la memoria, el registro, el recuerdo específico, todo aquello que pertenece al espacio y al tiempo. Dispone de una configuración neurológica elaborada en base a permanentes cambios impresos por la experiencia: como si dijéramos un circuito integrado o, más sencillamente, una red en la que se puede pescar toda clase de peces, grandes y chicos y de la clase que fuese.

Es lo único que se necesita para responder con acierto. Por lo que, volviendo al principio, la respuesta no nace, se desarrolla y muere, el conocimiento no nace, se desarrolla y muere, la sabiduría tampoco sigue este esquema universal con el cual se explica todo. Por el contrario, no nace: está allí; no se desarrolla: ya está desarrollado; y, aunque parezca absurdo, tampoco muere: ya está muerto al nacer y de él se utilizará sólo el cadáver. Pues, justamente, toda respuesta, todo saber es un producto que tiene que carecer de vida para poder prestar un servicio a la inteligencia. Si está vivo, está cambiando y, si está cambiando, entonces, tener conocimiento de algo es leer la hora en un reloj descompuesto, algo que se cree tener pero que ya no se tiene porque es otra cosa, que se cree compartir pero que ya no es posible porque ya no existe en los términos en que fue concebido. La respuesta más justa sólo se brinda como un plasma cargado de energía, pero fluctuante, modelable por que la recibe, plástica y más sugerente que precisa: un poco vaga. A veces, como las de Sócrates, circunloquios, a veces, como las de Jesús, parábolas, a veces metáforas, comparaciones, metonimias, verdaderas vaguedades.

Esa es la sabiduría, es decir, la capacidad de entrar correctamente al círculo de la pregunta. Pero, entiéndase que la física y la química, la biología y las demás ciencias experimentales, la matemática y la lógica, no son el mejor ejemplo de sabiduría, no entran, en tanto tales, en el círculo de la pregunta sino, más bien, en el de la respuesta. La filosofía es la que queda encerrada y quizá sin salida en el primer círculo, así como el resto de las disciplinas del hombre, las ciencias sociales y otras actividades que responden a sistemas de conceptos, prácticas, reglas y modalidades de pensamiento.

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